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Primera República (1): El fracaso del experimento federal

Redacción




Ramón Peralta. Profesor Titular de Derecho Político de la Universidad Complutense.

En la tarde del 3 de enero de 1874 el General Pavía, gobernador militar de Madrid,  irrumpía en la sala de las Cortes con lo que, de facto, ponía punto y final a la República de 1873, de carácter federal, dando comienzo a la República de 1874, unitaria, presidencial y de matiz liberal-conservador.

El ideario nacional-liberal, que motiva la revolución de 1868 bajo la consigna de la regeneración de la sociedad española (¡Viva España con honra!, título que encabeza el manifiesto de los revolucionarios escrito por López de Ayala), protagoniza todo ese tiempo histórico que transcurre entre el otoño de aquel año y el de 1874. La soberanía nacional sin matices, la separación de poderes, el derecho de sufragio, la garantía de los derechos individuales, el progreso socio-económico, la dignidad de la Patria triunfan en el nuevo orden político-institucional de España, tras el periodo isabelino, caracterizado por la corrupción generalizada, el desaliento moral, la crisis económica final, el falseamiento de la soberanía nacional y el gobierno de la camarilla de la reina.

Recreación del asesinato del general Prim.

Prim, Serrano y Topete son los generales que protagonizan el último pronunciamiento verdaderamente liberal y patriótico del siglo y que con magníficos augurios pretendió colocar a España en la vanguardia democrático-constitucional de Europa, con el establecimiento de un régimen político fundado sobre un concepto absoluto de la libertad individual con el amplio abánico de los derechos que le son inherentes. El nuevo constituyente opta por la complicada fórmula de una «Monarquía democrática«, tras un duro debate con la opción republicana; pero el asesinato de Prim (¿quién mató a Prim?)1 , el hombre fuerte del régimen y principal valedor de dicha fórmula, redundará inexorablemente en el fracaso de la misma encarnada en la persona del infortunado Amadeo de Saboya.

Amadeo de Saboya.

Tras la abdicación del efímero rey demócrata, el camino hacia la República estaba expedito. Así, en febrero de 1873, las Cortes proclaman el nuevo régimen, una República Constitucional, verdadero colofón del periodo revolucionario, una República que hacía del pueblo español el exclusivo soberano, tras la preclara consideración de la nueva élite rectora respecto de la innecesaria y aun perturbadora presencia de la Monarquía. Pareciera que seis décadas de conflicto político-ideológico terminaran con la realización actual del ideario dominante en aquellas novedosas y extraordinarias Cortes de Cádiz salidas de la asunción de la moderna soberanía nacional por el pueblo español  que, abandonado por la Monarquía, conquistó por las armas frente al invasor napoleónico, y que ahora, con la República, el liberalismo español alcanzase su plenitud soltando el lastre de la pretensión interferente monárquico-clerical, alianza siempre dispuesta a desvirtuar el espíritu nacional-liberal hasta su destrucción o falseamiento final.

Pero aquella República nacería bajo la impronta del sector más pujante y radical de ese primer republicanismo español, los federalistas, dirigido por un grupo de intelectuales idealistas, comulgantes con el positivismo filosófico, que creyeron poder aplicar sobre la materia unitaria de la Patria su programa federativo radical, precisamente ignorando  aquella, su multicentenaria unidad, aquello que permitía hablar justamente de un «pueblo español» decantado históricamente generación tras generación, como titular de la soberanía.

FIN DE LA REPUBLICA FEDERAL. CRÍTICA DEL FEDERALISMO

La I República Española, proclamada por el Congreso y el Senado constituidos en Asamblea Nacional Soberana, sería protagonizada en su primera fase por los repúblicanos federales, elementos radicalizados y disidentes del progresismo,  cuyos principales dirigentes, Figueras, Pi y Margall, Salmerón, Castelar, desempeñarían sucesivamente la presidencia del Ejecutivo. Así pues, la construcción de la I República quedaría condicionada por la aplicación del pensamiento idealista que hacía del «pacto» (foedus) el criterio central.

De este modo el Estado se constituiría a partir de una pirámide de pactos sucesivos entre una pluralidad de entidades políticas escalonadas desde las entidades más simples (locales) hacia las más complejas (generales). Un Estado federal, diseñado por un proyecto constitucional nunca concluido por las Cortes Constituyentes, construido de abajo a arriba como la cúspide de un edificio ensamblado a partir de las voluntades soberanas de cada una de las entidades autónomas pactantes. Pero la puesta en práctica de este ideario iba a demostrar la imposibilidad en España de semejante Estado federal. Así, en el verano de 1873, coincidiendo con la salida del gobierno de Pi y Margall, el principal ideólogo de esta teoría, esas entidades locales, dentro de la coherencia constitutiva de la Federación, iban a proclamar su soberanía y a ponerla en práctica. De este modo, muchos municipios se conformarán como «cantones» independientes aunque si bien muchos de éstos fueron efímeros por falta de apoyo popular, sin embargo en las ciudades con fuerte presencia de los federales triunfó el independentismo cantonal. Es el caso de importantes ciudades como Sevilla, Cádiz, Cartagena, Málaga o Valencia.

Emilio Castelar. /Foto: abc.es.

La falta de autoridad del Gobierno, patente ante el caos cantonal, el levantamiento carlista en las provincias del norte, la violencia anarquista e, incluso, la insurrección caribeña, condujo, en septiembre, a la formación de uno nuevo, ahora dirigido por Emilio Castelar, con la intención de restaurar el orden y la confianza en la República. Castelar gobierna por decreto, suspende las garantías constitucionales, establece la censura previa y reorganiza el Cuerpo de Artillería disuelto anteriormente por los federalistas. El político gaditano se enemista con éstos, mayoritarios en las Cortes, abocando entonces la situación hacia la crisis ante la falta de suficiente apoyo parlamentario al Gabinete, en medio de una profunda división en el espectro político, protagonizado por federales, radicales, conservadores y unitarios.             

La política de orden del Gobierno Castelar logra ciertos éxitos pero no consigue dominar la gravísima insurrección cantonal de Cartagena, donde los sublevados llegaron a apoderase de los barcos de la Armada de la base naval que tiene allí su sede al unirse los militares a los federales formando una Escuadra rebelde.  El día 2 de enero de 1874 Castelar solicita un voto de confianza, pero la suma de los votos de la izquierda y del centro con la oposición radical de los federales supone la derrota del Gobierno en la jornada siguiente por 120 papeletas contra 100 con un significativo absentismo parlamentario. Después de la dimisión del Presidente, la oposición se disponía a elegir al federalista Palanca como jefe del Poder Ejecutivo cuando el General Pavía, gobernador militar de Madrid, entra en el hemiciclo con sus tropas expulsando a los diputados allí reunidos. Era el fin de la República Federal y también el fin de la posibilidad federal respecto de la conformación constitucional de España.

El federalismo se convirtió en la fracción claramente mayoritaria del republicanismo español en el momento en el que repentinamente se instauró la República tras la inopinada abdicación de Amadeo de Saboya. El pensamiento federalista español determinaría entonces la estructura, al menos inicial, del novedoso régimen político; y es la figura de Pi y Margall la que más destaca en el conjunto de los líderes federales y su pensamiento político protagoniza intelectualmente el desarrollo de la República de 1873. No cabe dudar de las intenciones regeneradoras y patrióticas de aquellos republicanos federalistas pero sí cabe, y aún mas con el apoyo de la perspectiva histórica, la crítica de la bondad del régimen federal respecto de la realidad nacional de España.

Pi i Margall.

Pi y Margall, barcelonés, catedrático de Historia y positivista, profundamente influenciado por el pensamiento proudhoniano, propugnaba la constitución de una nueva sociedad política, prácticamente creada ex novo, en la que sus miembros, como materia primigenia, decidieran ir pactando voluntaria y autónomamente de manera que primero se conformaría el pueblo o entidad local a partir de la unión de familias; luego uniéndose cada una de estas entidades en entidades más extensas hasta constituir el Estado regional, de modo que de la unión o federación de éstos surgiría la nueva nación como República Federal, fundada, entonces, en la solidaridad, la racionalidad y la autonomía indiscutida (soberanía) de sus partes constituyentes.

El problema de esta construcción teórica es que obvia la realidad sobre la que se pone en práctica. Y esa realidad no es otra que la misma y multicentenaria Nación Española (nación política que se corresponde con la nación étnica) y la existencia concreta de un soberano colectivo determinado por la Historia y la Cultura, el pueblo español, y no unas bandas de homínidos afincados casualmente en los límites peninsulares.

La categoría intelectual y la intachable moralidad de los principales políticos federalistas les aupó a la dirección del primer republicanismo español que desde el fin del bienio progresista (1854-1856) venía gestándose en nuestro país. Pero su República federal resultaría un producto artificioso, pura extensión de un ensayo filosófico-político a la realidad de una sociedad concreta, la sociedad española, que, salvo en contadísimas excepciones, muy poco entusiasmo puso en relación a tal ideario federalista. El Estado federal se construiría, como hemos apuntado,  desde la autonomía plena de pueblos, ciudades, provincias y regiones, «de abajo hasta arriba«, en un proceso continuado de pactos entre partes soberanas. Entonces, el proyecto constitucional de organización político-territorial presuponía la inexistencia del hecho nacional y soberano del pueblo español y, como si de una nueva entidad estatal se tratase, «se construía España» como mecánico ensamblaje de voluntades territoriales (locales, provinciales, regionales) independientes, estableciéndose la constitución de 12 Estados federados, las antiguas regiones más o menos, como si de los Estados Unidos de Norteamérica ( verdadera República federal) se tratase.

El año de 1873 fue, probablemente, el más caótico y negativo de  nuestra historia política contemporánea, mostrándose la absoluta ineficacia e improcedencia del modelo federal para España, fracaso que se fue concretando en la práctica ingobernabilidad del país, sin la garantía precisa de la libertad y la seguridad de la ciudadanía en medio de un levantamiento armado de pueblos y ciudades que reclamaban de este modo su independencia, su natural soberanía poniendo así «en práctica» el ideario federal. Al mismo tiempo, un nuevo levantamiento de la reacción fuerista y clerical en las provincias vascongadas y Navarra amenazaba la misma existencia de la República. En palabras de Sánchez Agesta, «esta República federal de 1873, con ciudades que levantaban ejércitos, con una pequeña república en cada pueblo, con un ejército sin disciplina y una armada que lindaba en el corso o en la piratería, sin que ninguna autoridad obedeciera a los gobiernos fantasmas que hacían y deshacían las Cortes en Madrid, con un desenfreno social sin otros objetivos que el capricho y la irresponsabilidad del motín, fue la réplica española del cuarenta y ocho europeo«.

Los republicanos federales del 73 fueron una consecuencia del nuevo proceso político que se inicia con la Revolución de Septiembre. Incorporaron al orden jurídico-político buena parte de las premisas de ese liberalismo radical que protagoniza ideológicamente este periodo. El racionalismo, la creencia absoluta en la libertad individual, la participación activa de la ciudadanía con el pleno reconocimiento de sus derechos políticos, la regeneración del cuerpo social, el laicismo, a partir del cual la Iglesia Católica se convierte en una asociación más privada de todos sus privilegios, y la descentralización político-administrativa son los principios que caracterizan a este primer republicanismo español. Pero es el componente federal-proudhoniano, sumamente idealista y francamente apartado de la realidad nacional y de su estructura socio-cultural, el que acabará por anular y deslegitimar a la República Federal en medio de un gravísimo proceso de disgregación político-territorial y de enfrentamiento partidario. Como afirma Valera acertadamente, sin Proudhon y el entusiamo infinito de Pi por él no hubiera nunca pensado nadie  en España en una República Federal.

Cantón de Cartagena.

El movimiento federal en España se caracterizó por su debilidad, pues fracasó en su intento de amalgamar la protesta contra el desarrollo politico-económico de la España isabelina. Así, los federalistas apelaban a la rehabilitación de las comunidades locales y regionales presuntamente apartadas de sus tradicionales formas de vida por acción del poder central y, por otro lado, pretendían liderar la protesta de los intereses industriales y comerciales sacrificados por la nueva centralización económico-financiera madrileña. Además, los federalistas se opusieron frontalmente a la nueva planta constitucional diseñada por el liberalismo español, intentando revitalizar un regionalismo ahora «federalizado» por encima de las potestades locales-provinciales de Ayuntamientos y Diputaciones. Pero en todos sus proyectos el federalismo terminó por abdicar a causa de la inviabilidad de los mismos ya fuera por la falta de fortaleza política de los mismos o por la decidida oposición que encontró. Así, el tradicionalismo carlista supo representar de mejor manera los intereses de las comunidades rurales hostiles al nuevo tiempo liberal; los industriales, por otra parte, se asustaron ante las consecuencias locales de la anarquía federal, de un federalismo lindante ya con el socialismo. Y el fracaso del nuevo orden territorial de 1873 fue estrepitoso, provocando justamente el deseo de unidad y orden en la inmensa mayoría del pueblo español.

El pensamiento republicano federal, inútil para la organización en orden y en libertad de la Nación Española, derivó finalmente hacia dos nuevos movimientos políticos que, en la práctica, se convirtieron en sus herederos: el anarquismo y el catalanismo, a la vez que supusieron su liquidación como fuerza política nacional; y así fue efectivamente. Pi y Margall acabó convirtiéndose en el anticipador del ideario anarquista, como así lo destaca Hennesy cuando afirma que «el mito de la revolución espontánea, la confianza en el entusiasmo de las masas y una moralidad que se mofaba de la corrupción de la capital perfilaban la posterior mentalidad anarquista», a lo que debemos añadir aquella noción de «pacto» entre las distintas unidades federadas como base de la construcción socio-política.

Así mismo, el regionalismo político catalán, originalmente, le debe mucho al federalismo pimargalliano. No por casualidad Cataluña fue uno de los territorios donde mayor arraigo social tenía éste; de hecho, los principales ideólogos y dirigentes del catalanismo político fueron jefes federales, siendo paradigmático el caso de Valentín Almirall, dirigente federal de Barcelona e, inmediatamente, precursor del ultrarregionalismo catalán. El federalismo pretendía fundar un Estado federal sobre unidades políticas soberanas en función de su identidad histórica y cultural diferenciada, revitalización práctica del viejo regionalismo frente al principio de la soberanía nacional exclusiva e infragmentable del pueblo español (dogma nacional-liberal), una ideal aquél tan grato al catalanismo político. El fracaso del federalismo a nivel nacional provocó en los líderes federales catalanes el giro «nacionalista» que iba a caracterizar al susodicho catalanismo político, los cuales, constatando la imposibilidad de aquel régimen y la vuelta al unitarismo liberal-conservador, se decidieron por la aventura política totalmente al margen de Madrid.