Enrique de Diego.
El maestro Jaime Peñafiel -al que unos pocos no perdonan su compromiso con la verdad y el periodismo, pero el resto se lo agradecemos- ha recordado un hito fundamental en la vida de Letizia Ortiz Rocasolano: el aborto provocado en la Clínica Dator, documentado por su primo David Rocasolano en su libro «Adiós, princesa».
Cierta literatura feminista y de izquierdas ha tendido a minimizar un crimen de tal magnitud elevándolo incluso a la categoría de derecho. Se trataría, poco menos, que de una operación similar a que uno le saquen una muela, y eso no es cierto. Con la investigación subyacente en mi libro «¡Derogad la genocida ley de violencia de género!» he podido comprobar -uno más- los efectos demoledores sobre la psique y la vida de las personas, que se tornan crueles y despiadadas, violentas y psicópatas, altamente destructivas y amargadas, ocultando su complejo de culpa tras una histeria agresiva. Aunque se cauterice la conciencia -y ésta es seguramente la peor respuesta-, el aborto destruye una vida e interrumpe un proceso natural, con efectos psicológicos y psíquicos tremendos.
Entrevisté en su día a una mujer que había sublimado su arrepentimiento luchando contra el aborto y me confesó que «celebraba» el «cumpleaños» el día en que había abortado a su hijo. El dolor persistía embalsamado.
Lo que hizo Letizia Ortiz no fue el ejercicio de un derecho, ni sufrió una operación quirúrgica irrelevante; practicó un crimen, despenalizado, que genera secuelas terribles.