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Traición a la Constitución material de España y al Rey

Redacción




Felipe de Borbón. /Foto: elpais.com.

Jaime Balmes.

Desde hace décadas un sistema depredador, que funciona gracias a la corrupción de sus partícipes, ha ido alimentando a la facción
autonómica de la oligarquía estatal y monárquica llamada partidos políticos españoles. La lucha por el reparto del poder ha sido tan vehemente que España corre el riesgo de desaparecer como nación política.

El consenso de la oligarquía estatal y monárquica

La Constitución española de 1978 no constituyó a la Nación española, cuyo embrión, la nación étnica, germinó durante la Hispania
romana de Quintiliano, Séneca el Joven o Marcial, muchos siglos antes de que existiese estado alguno que la transformase en una de las primeras naciones políticas de la historia. España posee una constitución material fruto de la historia y ninguna constitución
formal puede constituirla.

Tampoco constituyó al Estado, que ya existía con anterioridad. ¿Acaso durante la Segunda República o durante la dictadura de Francisco Franco no existió el Estado español?

Lo que se constituyó en 1978 mediante la carta otorgada que denominamos falazmente Constitución, es un pacto oligárquico
confederal cuyo epicentro es la monarquía; un sistema oligárquico sin separación de poderes ni atisbo de representación política alguna en el que diferentes familias estatales y monárquicas (ERC, PP, PSOE, PNV, CIU) se reparten el poder estatal legitimándose cada cuatro años mediante la llamada a los ciudadanos para que validen los grupos electos por los líderes de cada partido político.

De acuerdo con su naturaleza, el sistema político constituído ha funcionado desde su génesis mediante la corrupción irrestricta
implícita al acuerdo entre los diferentes partidos o facciones que lo conforman. El objeto del consenso entre las mismas ha sido siempre el
reparto del poder estatal y el aseguramiento de su impunidad.

Toda oligarquía, forma ilegítima de gobierno, desemboca en la demagogia y en la más absoluta anarquía.

La facción autonómica de la monarquía de partidos estatales

Como la facción autonómica catalana deseaba un Estado para detentar el poder absoluto (lo ha venido intentando en cada uno de los diferentes sistemas políticos que se han ido sucediendo en España desde mediados del siglo XIX) y así dejar de compartirlo con otras facciones, creó inicialmente y ha ido desarrollando hasta la actualidad, en un ambiente de impunidad propio del sistema político en el que se incardina, el denominado «proceso de construcción nacional catalán» creando o rememorando teorías supremacistas decimonónicas, insultando al resto de la Nación española, utilizando la lengua catalana como principal elemento de segregación racial, inventándose agravios risibles e infantiles y fabulando una historia de Cataluña que ha ido inoculando a las nuevas generaciones.

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En cada nuevo acuerdo entre las oligarquías estatales, de acuerdo con el carácter confederal de las cláusulas de atribución de competencias contenido en la Constitución, la facción autonómica fue ganando poder en una inercia secesionista imparable.

Traición al Rey y a la Constitución material de España

Como he expuesto al inicio, la Nación española es preexistente al sistema oligárquico confederal constituido en el año 1978. Sin
embargo, el separatismo, resultado lógico del proceso corrupto e ilimitado de la pugna por el poder estatal, pone en riesgo su
existencia.

La más reciente lucha por el poder estatal la ha protagonizado el gobierno de Cataluña, dando un golpe de Estado a principios de septiembre y subvirtiendo el ordenamiento jurídico español en su totalidad: ha vulnerado la LOPD, el Código Penal, el Código Civil, la
Constitución, el Estatuto de autonomía de Cataluña, las ordenanzas municipales y el derecho administrativo.

Ante la inacción del Gobierno de España, encabezado por el irresponsable impertérrito Mariano Rajoy, y ante los gravísimos
acontecimientos que estaban sucediendo, el pasado 3 de octubre de 2017, el Rey Felipe VI,  pronunció un discurso en el que, entre
vaguedades e incosistencias orteguianas, sobresalía la siguiente acusación contra la facción autonómica sublevada: «Todos hemos sido testigos de los hechos que se han ido produciendo en Cataluña, con la pretensión final de la Generalitat de que sea proclamada −ilegalmente−la independencia de Cataluña. Desde hace ya tiempo, determinadas autoridades de Cataluña, de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incumpliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía, que es la Ley que reconoce,
protege y ampara sus instituciones históricas y su autogobierno. Con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas
aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado. Un Estado al que,
precisamente, esas autoridades representan en Cataluña.

Han quebrantado los principios democráticos de todo Estado de Derecho y han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad
catalana, llegando ─desgraciadamente─ a dividirla. Hoy la sociedad catalana está fracturada y enfrentada. Esas autoridades han menospreciado los afectos y los sentimientos de solidaridad que han unido y unirán al conjunto de los españoles; y con
su conducta irresponsable incluso pueden poner en riesgo la estabilidad económica y social de Cataluña y de toda España.

En definitiva, todo ello ha supuesto la culminación de un inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña.
Esas autoridades, de una manera clara y rotunda, se han situado totalmente al margen del derecho y de la democracia. Han pretendido
quebrar la unidad de España y la soberanía nacional, que es el derecho de todos los españoles a decidir democráticamente su vida en común».

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Y ordenaba a los poderes del Estado reprimir la sublevación: «Por todo ello y ante esta situación de extrema gravedad, que
requiere el firme compromiso de todos con los intereses generales, es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía».

Con este discurso, Felipe VI se ha situado como único garante de la Consitución formal y material de España en la ciénaga política
constituida por la Constitución de 1978.

Con posterioridad al referido discurso, Mariano Rajoy y el Gobierno de España han ignorado las acusaciones y órdenes contenidas en el mismo y se disponen a pactar con la facción oligárquica insurrecta (y con la participación del PSOE y de otras familias estatales a excepción de Ciudadanos) la transferencia de más competencias y privilegios a Cataluña en la que puede ser el punto culminante de la monumental obra de corrupción desaforada, la última etapa de la existencia del Estado español y, con ella, de la desaparición de la Nación política española.

Carles Puigdemont y los parlamentarios catalanes que le secundan en el movimiento sedicioso, ha declararado verbalmente y rubricado posteriormente la declaración de independencia de Cataluña y, con ella, la destrucción de España. La única reacción de Mariano Rajoy ante tal declaración ha sido hacer público lo que era previsible si atendemos a la naturaleza del sistema político instaurado en España: ofrecer un acuerdo consistente en la modificación de la Constitución para transferir más poder a la facción autonómica del poder estatal y en asegurar, en la medida de lo posible y dentro de una representación teatral demagógica, la impunidad personal de los golpistas.

Ante esta situación me pregunto: ¿Cómo es posible que el Gobierno de España ridiculice y traicione al Rey ignorando su acusación y sus
órdenes? ¿Cómo es posible que esté jugueteando con el artículo 155 de la Constitución cuando lo que tenía que haber aplicado de inmediato después de las palabras del monarca era el código Penal?

Soy repúblico, deseo que la monarquía de partidos sea derrocada y se precipite por el abismo de la historia, pero ni yo ni ningún otro
español puede permitir que los caudillos de los partidos estatales traicionen a la Nación española, realidad objetiva fuera del ámbito de
decisión de los españoles, y a su único símbolo existente dentro de la guarida delictiva que es el sistema político actual.