Enrique de Diego.
La nación, empezando por el Gobierno, está demostrado una completa incapacidad para el análisis de lo que está sucediendo en Cataluña y de ahí deviene que la respuesta esté siendo inadecuada y a remolque de los acontecimientos. Los separatistas catalanes también parecen por completo inconscientes de las fuerzas que están desatando, escondiendo su responsabilidad tras frases hechas de contenido meramente emotivo: votar no es delito, tsunami de democracia contra tsunami de querellas, etc.
En términos penales, los separatistas catalanes han pasado de la sedición a la rebelión, habiendo quedado ambos gravísimos delitos por completo impunes.
En términos políticos, han pasado del golpe de Estado -por el que reclaman todo el poder en Cataluña- a la revolución, por la que todo el marco legal ha quedado abolido.
La revolución francesa, modelo comparativo, se inicia cuando el tercer Estado se constituye en Asamblea Nacional y reivindica para sí, en nombre del pueblo toda la soberanía, y como fecha el 20 de junio de 1789, en el Juramento del Juego de Pelota, cuando se conjuran a permanecer unidos hasta dotar a Francia de una Constitución. La toma de La Bastilla fue una magnificada anécdota sangrienta.
La monarquía borbónica de Felipe ha sido, virtualmente, derrocada
Los separatistas catalanes han derrocado, virtualmente, a Felipe de Borbón, que supuestamente simboliza la unidad y permanencia del Estado, lo que, en el momento actual, es dudoso. Se han situado notoriamente al margen de la Ley (tildada de española y, por tanto, del enemigo invasor) y también han hecho saltar su propia legalidad –Carme Forcadell interpreta a capricho el Reglamento, sortea las exigencias de los funcionarios- y su propia legitimidad, que emanaba del Estatuto y de la Constitución. Los invasores «unionistas» carecen de derechos, al igual que sus representados.
Como los juramentados del Juego de Pelota se han comprometido a dotar a Cataluña de una nueva Constitución y han elaborado y aprobado en una ambientación tumultaria una provisional llamada Ley de Transitoriedad, en la que reivindican todo el poder y la soberanía, que residen en el «pueblo catalán«.
Puesto que el sistema se basa en la corrupción y es pilotada por oligarquías partidarias corruptas, no pocos ciudadanos consideran que se producirá algún pacto oscuro de fondo. Sin embargo, la situación ya se ha salido de sus goznes y de cualquier capacidad de acuerdo: menos de media Cataluña -necesitaría el concurso de los inmigrantes, nous catalans– ha decidido acabar -políticamente, por ahora- con la otra media.
Mediocridad de los dirigentes
La escasa calidad de los dirigentes de los bandos en conflicto lo está emponzoñando todo aún más. El miserable Carles Puigdemont se ha descrito a sí mismo como un mediocre -«perfil bajo«- con una vida gris -iniciativas empresariales periodísticas subvencionadas- que considera que tiene en el referéndum la posibilidad de pasar a la Historia. Mariano Rajoy es otro personaje gris, indeciso, que siempre ha ido a remolque de los acontecimientos y que perdió su primera legislatura, con mayoría absoluta.
En propiedad, Cataluña tiene actualmente un tremendo vacío de poder que debe ser llenado, pues en parte es una revolución desde arriba y en parte es impulsada por remedos de jacobinos, como los de la CUP, que comparten el enemigo común -España- pero nada más, están en las antípodas en cuanto a modelo de sociedad de la coalición Junts pel Sí, que tiene un componente burgués. En este tramo revolucionario van unidos, pero esa cohesión no durará, en cualquier caso, mucho. Los jacobinos alternativos de Podemos están quedando fuera de juego, en medio una enervante ambigüedad, que les sitúa fuera de los dos patriotismos. Podemos está siendo la primera víctima de la revolución en la que no tiene acomodo, pues en separatismo no puede competir con la CUP.
Los revolucionarios necesitan llegar al referéndum para dotarse de alguna legitimidad, que ahora no tienen, sumidos en la vorágine de los acontecimientos, y transitando por una auténtica travesía del desierto.
Sería el momento de que el Gobierno de la nación frenara la intentona, con medidas contundentes, y haciendo un llamamiento explícito a las zonas templadas y acomodadas del separatismo, respecto a los riesgos de que la situación se desborde y el radicalismo desatado termine por conducir a una etapa incontrolable de violencia. Por ahora, el Gobierno no está respondiendo con la firmeza que el momento exige y los revolucionarios parecen emborrachados por su propia osadía y por la aceleración de la historia.
La farsa de democracia generada con la Constitución de 1978, el clima de camarillas y consensos, la depredación corrupta del pueblo por todas las oligarquías partidarias -unionistas y separatistas- está saltando por los aires, en un clima general de deslegitimación mutua. Nada va a poder ser igual en el futuro; los cimientos han sido sacudidos.
Es una experiencia de la historia que las revoluciones siempre terminan devorando a quienes las inician. Y otra que la falta de firmeza de los Gobiernos en la exigencia del respeto a la Ley produce mucha más violencia de la que se intentó evitar no actuando con diligencia y claridad.
Y las revoluciones, al sumir en la anarquía a las sociedad, siempre hacen un efecto llamada a Napoleón.