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El animalismo, soberana estupidez

Redacción




Enrique de Diego.

A principios de los noventa, el pensador francés André Glucksman publicó el libro «La estupidez», en el que vaticinaba que, tras las ideologías, la estupidez se iba a enseñorear del ambiente. Su análisis era muy correcto. Hoy la estupidez está generalizada y se presenta como el pensamiento único a imponer, a pesar de que siempre se muestra como la más completa insensatez.

Una de las formas de respuesta es no hacer nada porque se considera que la chorrada es tan grande que el tiempo permitirá volver a cordura. Pero no sucede así. O se planta cara o los insensatos se vuelven cada más leantiscos y violentos. El animalismo es una más de las estupideces que debemos combatir. Es de las más groseras, aunque en sus inicios parecía una de las más inocentes. Los animalistas se proclaman como luchadores contra el «maltrato animal» sobre la base de que todo animal es un «ser vivo». Con ese término, real pero impreciso, sitúan a todo animal al mismo nivel que el hombre o incluso por encima, puesto que a ningún animalista se le ocurriría detener y juzgar a un león por comerse a una gacela, que para la gacela es, sin duda, un caso extremo de maltrato animal.

Uno tiene la sensación de que los animalistas no tienen ni idea de la naturaleza o la conocen a través de las películas de Walt Disney o de su mascota. Conozco un perro muy amable, al que adoran los niños, que lleva matados, por su cuenta, bastante conejos, ratas y cualquier bicho que pulule por lo que considera su territorio.

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En el reino animal, todo es crueldad y rige la ley del más fuerte. La selección se hace mediante el maltrato de unos animales contra otros. Y ninguno soporta que invadan su territorio, su espacio vital.

Situar en el mismo plano a un «ser vivo» con el «hombre» es una insensatez ante la que no debemos permanecer callados. Los animalistas tienen como una de sus prioridades acabar con la fiesta de los toros, porque es un elemento de identidad nacional, sin caer en mientes que el toro no existiría sin la tauramoquia. Pero llamar a un torero eso de torturador es una soberana estupidez, una metáfora estupida y desafortunada. Algunos, en su infinitos complejos, se identifican con el toro y así se ha visto en manifestaciones a animalistas que aparecen impregnados de sangre -ficticia- como si asumieran la personalidad del toro.

Por esta línea, estos animalistas llegarían a prohibir no solo la caza, sino la misma ganadería, provocando una catástrofe humanitaria. No sucederá. Pero sí se les planta cara y se dejan de reír sus gracias y de votar a los partidos que sostienen esos delirios, que no solo es el Pacma sino también Podemos (ahí está Somos Coslada declarando a la ciudad libre del maltrato animal, prohibiendo los toros).

Habríamos de considerar bajo el mantra del «ser vivo», que debemos respetar a los mosquitos, incluso a los portadores de enfermedades. O penalizar a la vaca que son su rabo mata moscas, que son seres vivos.

El animalismo tiene una base vegana, que es un dieta poco sana, tanto para los músculos como para la cabeza (el hombre desarrolló su cerebro cuando se hizo carnívoro). Aunque a algunos les sorprenda, Adolf Hitler era un vegetariano militante, uno de cuyos planes era imponer esa dieta con carácter planetario. En un restaurante vegano, echaron a una señora por darle el biberón a su bebé, pues había robado la leche a la vaca, que la produce para su progenie y no para la maldita raza humana. Amana a unos animales quiméricos, de Walt Disney, porque odian al hombre y se odían a sí mismos.

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Decía George Orwell que hay ocasiones en que se hace preciso defender lo obvio. Nos ha tocado en estos tiempos tener que combatir la insensatez y la estupidez en todos los frentes.