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El racismo antiblanco se extiende impune por Europa

Redacción




Yolanda Couceiro Morin.

Yolanda Couceiro Morin.

En Europa, donde los blancos somos todavía mayoría (¿por cuánto tiempo?), predomina el racismo contra nosotros, los autóctonos. Sin embargo, según el discurso oficial, retomado por una legión de tontos útiles y colaboracionistas varios, la plaga que padece Europa es el racismo de los europeos contra todos los grupos no blancos que la muy racista Europa ha acogido.

Algún día los historiadores del futuro se asomarán al singular fenómeno de que, en un tiempo lejano, las naciones más racistas de la tierra fueron las que más extranjeros acogieron en su seno, y al más asomboso hecho todavía de que media humanidad quiso venir entonces a Europa, a riesgo incluso de su propia vida, para sufrir el rechazo y la discriminación de los racistas europeos… ¡Misterios de la Historia y la naturaleza humana!

El auténtico problema que padece Europa en esta cuestión es debido al acusado sentimiento racista contra los blancos entre distintas categorías de inmigrantes recientes, y la complicidad de la casta política, además de la pasividad general de las propias víctimas de ese racismo creciente. El racismo antiblanco es institucional, pero también simbólico, discursivo, factual, directo, indirecto, cotidiano, sociológico.

En unos Estados que se dicen democráticos este racismo no puede ser explícito cuando es institucional, y se recurre a la estratagema de la neolengua, que invade el discurso público y hasta privado. Aparece el concepto de «discriminación positiva», un piadoso eufemismo para justificar la discriminación a secas de los autóctonos. Esta es la forma general y discursiva utilizada para encubrir el racismo institucional, que se expresa a través del racismo económico, laboral, educativo, social, mediático, judicial, llevado a cabo contra la población europea.

Pero antes del sistema de «discriminación positiva» que se va expandiendo a cada vez más terrenos y ámbitos, el mismo desorden inmigratorio organizado por la clase gobernante, que gestiona el poder en beneficio de la hiperclase mundial (las multinacionales, la finanza internacional, la Bolsa, los grupos de poder…), supone una forma de racismo, por cuanto la inmigración masiva altera radicalmente la composición étnica de las naciones europeas, es decir, su identidad, algo que no puede reivindicarse ya sin ser acusada de racista. Parece como si a los europeos, a diferencia del resto de grupos raciales, no nos fuera lícito poseer identidad étnica ni cultura propia, y menos un territorio donde poder vivir en paz, sin interferencias ni agresiones, en el marco de nuestras costumbres y valores.

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Los blancos, la población autóctona de Europa, apenas se han organizado en masa, ni política, ni social, ni culturalmente, para su autodefensa. Sí se han organizado, en cambio, algunos inmigrantes, para seguir presionando a favor de más y más privilegios. Muchos de estos cuentan con la complicidad de europeos traidores (caso de los oenegeros inmigracionistas y los que les apoyan, ya sean izquierdistas o neoliberales). En muchas ocasiones determinados inmigrantes están logrando situarse por encima de la ley.

El racismo antiblanco es institucional, y también es ejercido por ciertos grupos de inmigrantes racistas. Este racismo, tolerado y escondido, escapa al control directo de las autoridades políticas, obligadas a mantener la ficción del respeto a todas las razas. Este racismo antieuropeo muestra más claramente su auténtica cara, la de la crueldad y el desprecio, y se hace evidente incluso para algunos nativos sometidos a la propaganda inmigracionista permanente: agresiones gratuitas que algunos miembros de las poblaciones no europeas instaladas en los países europeos cometen contra los europeos por el color de su piel, violaciones racistas contra nativas europeas por parte de determinados inmigrantes no europeos (que sistemática, y significativamente, son ignoradas por asociaciones feministas, las mismas que se autoproclaman, a bombo y platillo, defensoras de los “derechos de la mujer”), constantes insultos racistas en todo momento y lugar, abusos de todo tipo en la utilización de servicios públicos y privados (no respetar el turno por parte de ciertos inmigrantes que se cuelan en las filas formadas, zarandeos y empujones contra los blancos en el transporte público, control de institutos por parte de grupos de inmigrantes que imponen el terror sobre la mayoría (o minoría) de alumnos blancos, sobre el personal docente, y que revientan las clases, intimidación a funcionarios blancos para obtener trato preferente en distintas oficinas públicas, etc), cobro, por parte de algunos inmigrantes, a niños españoles por utilizar canchas deportivas públicas. Sobra decir que en el discurso dominante, controlado por la élite, este racismo antiblanco es ignorado, negado, relativizado, trivializado, ridiculizado e incluso a veces justificado.

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Es flagrantemente racista negar las formas de racismo en las que el agente racista no es blanco. En el discurso dominante (tanto político como mediático, académico, social, cultural…) parece como si las creencias, actitudes y actos racistas fueran patrimonio exclusivo de los europeos, cuando sabemos que el racismo puede aparecer, y de hecho aparece, en cualquier pueblo, y que puede ser dirigido contra cualquier pueblo. El racismo no es monopolio europeo. Pero decir esto ya es considerado racismo.

Si los hechos se desarrollaran al contrario, tendríamos a todos los grupos de presión (ONGs) inmigracionistas denunciando el racismo y la xenofobia de los españoles, y a los medios de comunicación oficiales dándoles apoyo y espacio propagandístico a mansalva. También es racismo institucional subvencionar, además generosamente, a grupos de presión inmigracionistas y endófobos que, bajo la argucia de presentarse como defensores de los derechos humanos, se dedican a insultar impunemente a los españoles y a calificarlos de racistas. En cambio, nadie habla del racismo más frecuente que es el racismo antiblanco. De hecho nadie, excepto algunos medios de comunicación disidentes, se atreve a hablar del tema y denunciar lo que hay que nombrar por su nombre: el racismo antiblanco.