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El positivo hecho diferencial de la Orden de Santiago

Redacción




Santiaguista. /Foto: laotrahistoria.com.
Santiaguista. /Foto: laotrahistoria.com.

Enrique de Diego

Siempre ha habido casta’, me espeta un amigo, ‘mira en la Edad Media’…En la Edad Media, los señores feudales, la nobleza, la casta guerrera ofrecía seguridad, luchaba contra el enemigo y entraba a la cabeza en el combate jugándose la vida. Don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, comanda la vanguardia, con toda su parentela, en la batalla de Las Navas, en la que mueren –poco después, de las heridas- el maestre del Temple, Gómez Ramírez, y el maestre de la Orden de Santiago, Pedro Arias. La casta actual –expansiva y numerosa- deja entrar a los enemigos y los subvenciona; no sólo expolia, también promueve la inseguridad y el conflicto. Es ladrona y traidora. Nunca se ha dado nada parecido en la historia. No se hubiera, seguramente, soportado en tiempos de lealtades más probadas.

El citado Pedro Arias fue uno de los fundadores de la Orden de Santiago o de la espada. Todas nuestras órdenes militares nacieron, a semejanza del Temple, en una peregrinación iniciática a la frontera, que daba paso, en una ciudad conquistada y asediada, a decisiones guerreras y espirituales, a cambios de vida y de entrega plena a Dios.

La poderosa Orden de Santiago era capaz de poner en el campo de batalla 1.000 lanzas; mil freires de caballería pesada y cada lanza conllevaba, al menos, dos sirvientes o escuderos. Un poder militar, una contribución decisiva a la reconquista que se reconoció permitiendo que los santiaguistas fueran los primeros en entrar en Granada y celebrar la primera devota Misa en la Alhambra. Fueron los santiaguistas claves en la toma de Cuenca y elemento fundamental de las huestes de San Fernando III, decisivo en la toma de Sevilla. Dieron su tributo de sangre en todas las grandes y pequeñas batallas.

Nacieron como una semilla en Cáceres, los fratres de Cáceres, 13, auspiciados por la Corona de León, Fernando II. Comandados por Pedro Fernández de Fuentencalada, arrepentidos de su anterior vida licenciosa quisieron una vida de entrega a la lucha física y espiritual, a las armas y a la ascética. Algunos de esos trece del germen de todo un imperio militar posterior eran casados, y eso marcó y constituyó un hecho diferencial a la gran Orden del Apóstol. Los célibes hicieron voto de pobreza, obediencia y castidad; los casados de pobreza, obediencia y castidad conyugal. Como dice la bula de aprobación otorgada el 5 de julio de 1175 por el Papa Alejandro III: “y gran remedio para la flaqueza humana, se permite el matrimonio a quienes no pudieran ser continentes, guardando a la mujer la fe no corrompida y la mujer al marido, porque no se quebrante la continencia del tálamo conyugal, según la institución de Dios y la permisión del Apóstol San Pablo”.

Como remarcan los Estatutos: “en conyugal castidad, viviendo sin pecado, semejan a los primeros padres, porque mejor es casar que quemarse”. Los casados tenían que mantener la continencia en Adviento, Cuaresma y algunas festividades del año litúrgico.

Tuvo la Orden dos fines: la defensa de los peregrinos a la tumba del Apóstol y la lucha contra el sarraceno en la frontera, éste último remarcado cuando el rey castellano les hizo entrega de Uclés, que pasó a ser la caput ordinis, y que los santiaguistas convirtieron en fortaleza inexpugnable. Hoy quedan el magnífico Palacio renacentista –seminario menor de la diócesis de Cuenca- y también parte de la estructura medieval, con dos torres impresionantes, que animo a visitar.

Dos fines y dos reinos, León y Castilla, hasta su unificación con San Fernando III, y dos sedes, el Hospital de San Marcos, en León, y la citada de Uclés, espolón en la frontera, contra el que se estrellaron los almohades tras su victoria en Alarcos. La adhesión al Camino y la devoción de Santiago se la dieron los monjes de Loio que pasaron a ser capellanes de la Orden, con la bendición del arzobispado compostelano.

Convivieron, pues, en la Orden caballeros célibes o estrechos y casados; la única que tuvo esa peculiaridad. El máximo órgano de Gobierno, el Consejo de los Trece (para que no hubiera empate en las decisiones) estaba formado sólo por célibes y el maestre y los altos cargos también lo eran.

Célibes y casados tenían conventos diferenciados y se suponía, además, que los célibes eran mejores guerreros pues tenían menos ataduras al mundo, pero lo cierto es que los casados marcaron su impronta y condicionaron, para bien, a toda la Orden, que nunca tuvo problemas de vocaciones, con levas continuas, pues los hijos querían seguir el ejemplo de sus padres y había familias extensas santiaguistas, de abuelos y padres. Y los jóvenes santiaguistas se casaban con hijas de familias santiaguistas, que comprendían y participaban de sus ideales y de su espíritu.

De hecho, la Orden tenía una rama femenina, las comendadoras, con seis conventos, en retaguardia, donde iban las hijas de los caballeros a formarse para luego elegir estado: o casarse o proseguir como monjas. Una especie de internados femeninos de alto nivel. Cuando se veían venir tiempos de brega dura en el batallar, las mujeres y los niños eran trasladados, a resguardo, a esos conventos, como el de Santa Eufemia de Cozuelos, en Palencia, a donde se trasladaron las familias santiaguistas antes de la batalla de Las Navas de Tolosa. He rendido homenaje a esta peculiaridad de la Orden en mi novela sobre la gran batalla contra los almohades, con un padre santiaguista que sólo a regañadientes acepta que su único hijo varón haya decidido profesar como caballero célibe.

El Temple, por ejemplo, establece en sus Estatutos que la Orden no admite niños; a veces se abandonaban en los conventos. La Orden de Santiago siempre tuvo muchos niños cuya aspiración era profesar y luchar junto a su padre. Lo vemos, por analogía, en muchos ambientes sanamente endogámicos militares actuales en los que la profesión se transmite de padres a hijos. Esas levas continuas, de quienes desde pequeños se formaban en el espíritu y las costumbres de la hermandad, hizo grande a la Orden de Santiago, desde aquellos primeros trece fratres de Cáceres.