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El lunes de Las Navas de Tolosa

Redacción




 

La carga al Palenque de Miramamolín. /diarioaragones.es.
La carga al Palenque de Miramamolín. /diarioaragones.es.

16 de julio del año de la Encarnación de Nuestro Señor de 1212

 

Era aún noche cerrada, apenas si habían conciliado el sueño, en vigilia de oración, los freires, cuando, a la luz titubeante de las antorchas, el campamento se desperezó con imperiosos sones de clarines y viriles voces de mando y apremio: “¡Arriba! ¡Vamos! ¡A formar!”.

Se sucedían las carreras. Los escuderos pasaban raudos con los caballos enjaezados. Los arqueros corrían a reunirse, con sus cacajs bamboleándose a sus espaldas. Los peones sujetaban con fuerza sus escudos y formaban las líneas de sus cuadrillas.

Los caballeros clavaban sus aceros en el suelo y rezaban ante su cruceta; acariciaban la testuz y las crines de sus monturas, de las que dependería su vida en la jornada; montaban y se ajustaban, con ganchos, a los altos arneses para afianzar su posición; recogían el yelmo que les servía el escudero y se lo calaban, asegurando su mejor visión.

Los freires marchaban a formar en haces compactas, con sus airosas capas, seguidos por sus sargentos. Los caballeros villanos pasaban con sus acolchadas defensas de cuero y sus largas lanzas. Los portaestandartes acariciaban el astil de sus enseñas y las afianzaban en sus estribos. Se recontaban las fuerzas y se daban novedades.

Los señores, con sus familiares, marchaban, ceremoniosos, a ocupar sus posiciones preeminentes. Los mandos se situaban al frente de sus tropas. Los reyes de Aragón, Pedro II, y de Navarra, Sancho VII, con lucidos y marciales cortejos, fueron a situarse en las costaneras.

Era un amanecer lento. El sol no acompasaba su paso al acelerado latir de los corazones. Tibios haces de luz se desplegaban en el horizonte, iluminando una naturaleza extrañamente quieta, ajena a cuanto estaban dispuestos a jugarse los hijos de los hombres.

Poco a poco, la agitación se tornó en calma y el caos en orden de revista; en silencio guerrero y religioso; los soldados se persignaban en la alborada más larga y decisiva de sus vidas.

Volvieron a sonar los clarines con toque de atención. El rey llegaba escoltado por su alférez Álvaro Núpez de Lara con la enseña de Castilla, don Rodrigo Ximénez de Rada, con loriga, espada y sosteniendo en su mano izquierda la Cruz de brillantes; don Tello Tellez de Meneses con la Virgen arzonera, con el Hijo de Dios sentado en sus rodillas, y don Domingo Pascuale, portando la bandera del Calvario. Detrás obispos, ricos hombres y la mesnada real.

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Alfonso VIII refrenó su caballo al llegar al centro de las filas. Una intensa y callada corriente de comunión y lealtad, que salía de lo más hondo de sus corazones, se adueñó del expectante ejército. El rey hizo un gesto al primado para que procediera. Don Rodrigo se adelantó y se puso a su vera. Mientras los peones se postraban de hinojos, su mano derecha, con los dedos corazón e índice unidos, rasgaron las últimas tinieblas, bendiciendo a quienes iban a luchar por el honor de Dios, bajo su signo salvador. Recitó pausado y solemne la fórmula de la absolución:

  • Ego te absolvo ab peccatis tuis. In nomine Patris, et Filii et Spiritu Sancti.

El perdón del Altísimo alcanzaba a todos y quien sucumbiera bajo las armas de los enemigos de Cristo moriría como mártir de la fe y alcanzaría la Gloria celestial.

Don Rodrigo hizo recular a su caballo y de nuevo el rey quedó solo con su ejército. Todas las miradas buscaban su rostro serio, pues en la decisión que reflejaba su faz encontraban fortaleza.

  • Españoles, hemos marchado juntos, hemos sufrido juntos. Estáis aquí los de lealtad probada. Cuando vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos os pregunten por qué luchasteis, les contaréis que vinisteis a defenderles a ellos y a los hijos de muchos que ni siquiera conoceréis en vuestra vida, Les diréis que luchasteis por vuestra fe y la suya, pues los enemigos de la Cruz del Señor no sólo aspiran a la destrucción de las Españas, sino que también amenazan con ejercer su crueldad en otras tierras de los fieles de Cristo y oprimir el nombre de cristiano. Cuando vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos, mirándoos con admiración y agradecidos, os pregunten quién os guiaba en la batalla, diréis que no era hombre alguno sino el mismo Dios de los ejércitos y por ello acudisteis jubilosos y sin temor al combate, pues si derramamos nuestra sangre podremos contarnos entre el coro de los mártires. Cuando vuestros hijos y los hijos de vuestros hijos os pregunten por qué, abandonándolo todo, recorristeis tierras inhóspitas para luchar, les diréis que os negasteis, como vuestros antepasados, a que el invasor sarraceno os impusiera sus costumbres y las creencias de la maldita secta de Mahoma. Cuando quieran saber lo que sentía esta entrañable unidad guerrera al comienzo de este día de júbilo y de gloria, la palabra que vendrá incontenible a vuestra boca será la que ahora acelera nuestros corazones: ¡libertad!
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Un griterío ensordecedor surgió de las gargantas. Se repetían las invocaciones a Santiago, los castellanos, y a San Jorge, los aragoneses. Cuando cesó la algarabía de la arenga, el ejército se puso en marcha, bajo el talud e inició el avance hacia el enemigo.

Primero los monjes y a su concurso todo el Ejército cantó, como el gran Godofredo de Bouillon, como cuantos les habían precedido en la lucha, el Veni, Creator Spiritus, pues eran cruzados dispuestos a combatir al enemigo de la fe. El sol nacía con esplendor, mientras el canto grave de sus voces se elevaba en el templo ancho de aquellas llanuras y collados.

  • Veni, Creator Spiritus, mentes tuorum visita. Imple superna gratia quae tu creasti pectora.
  • Ven, Espíritu Creador; visita las almas de tus fieles. Llena de la divina gracia los corazones que Tú mismo has creado.

Don Rodrigo Ximénez de Rada no cabía en sí de gozo al contemplar la marcha, a paso acompasado, unidos, de hijos de todos los reinos, promesa de ese retorno a la unidad primigenia, a cuya consecución dedicaba su vida…

(Extracto de la novela histórica “Las Navas de Tolosa”, de Enrique de Diego)