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Ante el fracaso del islamismo (1): El califato

Redacción




Abu Bakr al-Baghdadi, proclamándose califa. /Foto: ruizhealytimes.com.

Enrique de Diego

El islamismo no se encuentra en un momento de triunfo, sino de completo fracaso, de ahí su desesperación y su crueldad; una consecuencia es el integrismo, el salafismo, que muestra la visión más degenerada y bárbara del islamismo y que es el reconocimiento del absoluto fracaso, que se da en todos los órdenes: el islamismo, sumido en la irracionalidad, no ha hecho aportaciones positivas al progreso humano de ningún tipo.

Sin ética del trabajo, con una doctrina anquilosada que ensalza la guerra –la considera santa- el islamismo se agita en su propio fracaso, con una violencia indiscriminada surgida del pozo de sus inmensos complejos.

Por extraño que resulte, el polígamo Mahoma no engendró ningún hijo varón. A pesar de autoconcederse el privilegio de tener cuantas esposas quisiera, de levantarle la esposa a su ahijado, lo que antes de él se consideraba incesto, y de tener además de doce esposas, que le daban tantos quebraderos de cabeza que El Corán está lleno de problemas de harén y de amenazas de repudiarlas a todas, numerosas concubinas, Mahoma no engendró ningún hijo varón que le sucediera de manera natural, ni tampoco –notable inconsecuencia en un organizador- estableció criterios de legitimidad sucesoria.

De esa forma, el islamismo nació condenado de por vida a la guerra interna permanente, que estalló de inmediato y aún perdura. El islamismo no es la paz, es la guerra civil permanente.

Por derecho de sangre –lo que denominaríamos monarquía hereditaria- la sucesión le correspondía a Alí, casado con Fátima, hija de Mahoma.

Pero esa línea de legitimidad no se respetó. Aunque los integristas del siglo XX recrearon la umma –comunidad islámica- como una ensoñación, nunca ha existido. El islamismo solo ha producido satrapías de poder absoluto, no establece derechos personales y nunca ha llegado a producir un demos sino que siempre se ha quedado en la turba, a la que se disciplina con la policía religiosa y el verdugo.

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No fue la umma, sino los notables islamistas, la aristocracia religiosa la que eligió a Abu Bakr, quien tenía alguna legitimidad relativa por la sangre, al ser el padre de Aysha, la última esposa de Mahoma, a la que desposó a los seis años, pero por una caída del cabello, no desvirgó hasta los 9, por lo que la mayoría de edad de la mujer musulmana está establecida a esa edad: cada año, decenas de miles son casadas en esa niñez y más de una muere en la noche de bodas.

La guerra estalló. El primer fracaso es originario y no ha hecho más que agrandarse. Hoy es más profundo que nunca. El islamismo sigue en la disputa primera sobre el califato y se dirime con ríos de sangre.

El califato centra toda la disputa islámica pues el debate gira en torno al poder, siendo el islamismo una mera y asfixiante ortoprática. El contenido religioso de El Corán se reduce a la primera sura, seis líneas; el dogma se reduce a la unicidad de Dios; el califa –sucesor de Mahoma- concentra un poder superior a la suma de un rey absoluto y un Papa medieval.

Hay tres corrientes en relación con el califato:

1.- Los chíies, herederos de los partidarios de Alí. El chiismo pudo haber desaparecido cuando Husayn –hijo de Alí- fue derrotado y muerto en Kerbala (Irak) y su progenie y familia, masacrados, pero se reinventó con gnosticismos de ocultamientos y venidas al final de los tiempos. Se calcula que son el 20% de los musulmanes.

2.- Los suníes. Quienes siguieron a Abu Bakr y a los tres primeros califas electos.

3.- Los yariyíes (yariyi: el que se sale). Escisión en el bando de Alí, en el año 657, al aceptar éste el arbitraje sobre sus derechos al califato en el campo de batalla de Siffin. Los yariyies consideraban que debía ser elegido el califa más digno y piadoso, que en el islamismo implica ser el más cruel y el más fiel practicante de la sanguinaria sharia. Rompían con la legitimidad étnica árabe, al proclamar que debía ser elegido el mejor musulmán “aunque sea un esclavo negro”. También consideran que el califa impío debía ser derrocado.

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Esta tercera corriente se extinguió pronto, pero es notorio que ha rebrotado en Al Qaeda y, aún más, en Daesh y su califato de un oscuro iraquí, Abu Bakr al-Baghdadi, sin relación ninguna con la familia de Mahoma ni con tribu Quraish.

Los califas omeyas, en la rama sunita, mantuvieron la legitimidad étnica, pues eran de la rama Ben Humeya de los Quraish. Y los abasíes, que los exterminaron, con la excepción de Abderramán, califa de Córdoba, provenían de Abass, tío de Mahoma. Pero una secta que predica un Dios con el que no hay comunicación, sólo rito, vive en la duda permanente sobre la legitimidad. Los Omeyas llenaron parte de ese vacío presentándose siempre en público acompañados del verdugo. Y los abasíes recurrieron a los ritos persas de deificación, haciéndose llamar la “sombra de Dios”. Los abasíes fueron dependiendo cada vez más de sus generales turcos, provenientes del Asia Central, y como sucede cuando alguien cede la defensa, fueron los otomanos, los que tras la toma de La Meca se declararon califas.

En 1922, Mustafá Kemal Ataturk (padre de los turcos) acabó con el califato otomano. Era obvio que el islamismo había fracasado, anquilosando a los pueblos, atenazando a las personas, y pareció a casi todos que había llegado la hora de salir de la pesadilla. El integrismo surgió, como respuesta, de ese fracaso.

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