Virginia Montes
Votar a Marine Le Pen ya no es una corriente subterránea, oculta, que conlleve cierta connotación de malditismo. Es habitual ya hacer gala de tener la intención de votar al Frente Nacional.
En algún sentido, Marine Le Pen no entra en el calificativo de extremaderecha sino que, declaradamente laica, ha pasado a encarnar la defensa de la República y de los valores de la civilización. El eslogan de “en nombre del pueblo” está justificado.
Marine Le Pen se dirige directamente a las mujeres, inquietas por el islamismo, al igual que los homosexuales, que ya saben que hay ciertos barrios de Francia en los que correrían peligro. Marine ha conseguido destacarse como la defensora de la modernidad frente a una barbarie premoderna agresiva.
Sin duda, se dirige a los “oublies”, los olvidados por las élites, pero no se presenta como una antisistema, sino como la restauradora del sistema, de los valores de Francia, de cierto orgullo patriótico de ser francés.
O ha aparcado estratégicamente o responde a sus convicciones, pero Marine Le Pen no propone ningún cambio en el aborto ni en lo relativo al matrimonio gay.
Tal y como muestran las encuestas, el voto a Marine Le Pen es capilar y transversal: tienen intención de votarla el 35% de los agricultores, el 44% de los obreros, el 29% de los parados, el 15% de los cuadros superiores, el 21% de cuadros intermedios, el 35% de empleados, el 21% de pensionistas. No hay ya, pues, cortafuegos, sino que ha entrado en todos los ámbitos profesionales, incluidos los funcionarios que anteriormente eran refractarios.
Incluso puede decirse que Marine Le Pen y el Frente Nacional están de moda: es la candidata favorita, a distancia, entre los jóvenes de 18 a 35 años.