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Jaime I, hijo no deseado

Redacción




Jaime I, el conquistador. /Foto: esnoticiaweb.com
Jaime I, el conquistador. /Foto: esnoticiaweb.com

Enrique de Diego

En la historia, tantas veces la realidad supera la ficción. La procreación de Jaime I, el Conquistador, es una de ellas. Jaime fue un hijo no deseado; nada deseado por su padre que, sin embargo, hubiera estado muy orgulloso del gran rey de la Corona de Aragón y de las Españas. Un gran español.

Pedro II de Aragón, el Católico, pues fue coronado por el gran Papa Inocencio III en Roma, era compulsivamente mujeriego. Dice Jaime I en la crónica de su reinado, Llibre des feits, que “fue nuestro padre el rey más cortés y afable que ha habido en España”, remarco: en España, porque Jaime I se consideraba parte de una realidad que era España. “Era buen caballero de armas, tan bueno como no lo había en el mundo”; y “tan liberal y dadivoso que gastó sus rentas y sus bienes”. Aliado leal del castellano Alfonso VIII, fue uno de los héroes de Las Navas de Tolosa, donde comandó la costanera izquierda con lo más florido de la nobleza aragonesa y catalana, incluido el obispo de Barcelona.

El 14 de septiembre del año 1213 de la Encarnación de Nuestro Señor, Pedro II murió en la batalla de Muret, luchando contra Simón de Montfort y sus cruzados contra los albigenses o cátaros. “En esta batalla murió nuestro padre el Rey Don Pedro siguiendo la divisa de nuestro linaje: Morir o vencer”. Había acudido Pedro II en ayuda del conde de Tolosa y de los vizcondes de Beziers y Carcasona, que eran vasallos suyos. Dice la crónica de Jaime I que su mujeriego padre –al que emuló- había pasado la noche anterior folgando, con una dama llamada Gil, y no pudo tenerse en pie durante la Misa anterior a la batalla; en concreto, no fue capaz de escuchar de pie el Evangelio y hubo que acercarle un asiento. No estaba para tantos trotes. Dice su hijo que su progenitor perdió aquella batalla porque, con las honrosas excepciones de Miguel Rada y Aznar Pardo (héroe de Las Navas), “todos volvieron las espaldas y abandonaron al rey en la refriega”.

Ya vemos por la noche previa a la batalla hasta donde llegaba la lascivia de Pedro II, quien, sin embargo, con la única mujer con la que no quería yacer era con su esposa: María, señora de Montpellier. Y no porque careciera de encantos físicos, pues era de singular belleza, descendiente de la familia real bizantina, Comneno, que había dado numerosos basileus. Una princesa bizantina, “mujer más buena, piadosa y temerosa de Dios no la había en el mundo”, como la describe su hijo Jaime en el Llibre des feits. Una matrona cristiana adornada de singulares dones de belleza física y espiritual.

Es muy probable que a Pedro II, de elevada estatura y arrogante presencia, le supiera a poco María de Montpellier, que había tenido un matrimonio anterior anulado por consanguinidad, y quisiera matrimoniar con princesa de más alcurnia. La cuestión es que la ojeriza ponía en el brete al reino de dejarle sin sucesor. Así que se urdió en la corte una estratagema, llevada a la práctica por un rico hombre, llamado Guillem de Alcalá, que fue llevar con engaños a Pedro II al lecho donde le esperaba, sin que él lo supiera, María de Montpellier. El rey no hizo distingos. Fue una noche fértil, pues la reina quedó encinta, y a su tiempo, víspera de la Purificación de Nuestra Señora del año 1207 de la Encarnación de Nuestro Señor dio a luz en Montpéllier. La piadosa María Comneno encendió doce velas con los nombres de los doce apóstoles y el cabo que más tardó en consumirse fue el correspondiente a Jaime.

Pero Pedro II insistió en repudiar a su esposa y en no reconocer a su hijo. Hubo de dictaminar el Papa que lo hizo a favor de la validez del matrimonio y de su indisolubilidad: “Se decide que apelemos a la serenidad del rey, y que avisando por mandatos apostólicos, consultando hasta que punto no afectaba la altura de ánimo o resultaba molesto, para que no se llevara contra Dios, queriendo cuidar tanto de su salud como de su voluntad, nos complacemos en las resoluciones tomadas, las cuales siempre resultaron de utilidad. Por tanto, decimos que se reciba a la reina en la plenitud de la gracia real y que se le otorgue el trato marital, sobre todo al tomar a su cargo a su hijo, y que sea mujer temerosa de Dios, con honestidad y dándolo por cierto, mucho esperamos de su unión, aún más si tiene respeto de Dios, que la misma sea tratada como reina, dignamente en todo lo bueno que ha de venir, pues por la fidelidad de la madre, según el apóstol, ha de salvarse el hijo infiel.

Por otra parte, ni él parecería querer sanar su conciencia en cuanto se decía en el litigio, sino más bien herirla, ni podemos permitir con nuestra humana piedad, que sea separado lo que Dios ha unido, por eso lo enviamos a vuestra fraternidad mediante escrituras apostólicas, puesto que si el rey ha descuidado cumplir los preceptos, cosa que no creemos, le obliguéis a esto por la censura de la Iglesia, eliminando el obstáculo de la apelación, lo que, en caso de no poderlo seguir nosotros, que dos de vosotros lo hagan, y vosotros, en fin, hermanos obispos, procurar vigilarlo, extirpando vicios y plantando virtudes, para que podáis devolver una razón digna en el último día del estricto examen ante el Juez tremendo, que dará a cada uno según sus obras. Dado en Letrán a los 14 días de las calendas de febrero en el año 15 de nuestro pontificado”.

Jaime I, tras un tiempo bajo la tutela de Simón de Montfort, fue llevado a la gran fortaleza templaria de Monzón, bajo la de Guillem de Montredon, natural de Osona, maestre del Temple en Aragón y Cataluña. En Monzón fue educado hasta los 9 años. Fue un rey de espíritu templario que siempre tuvo a la Orden en gran estima. Pero esa es otra historia.