Redacción
Hay personas que por su excepcional inteligencia, pero, sobre todo, por la piedad de su fe y la coherencia de su conducta son capaces de ver las consecuencias del mal. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei, escribió en 1974 una carta a los miembros de la Obra, que se conoce como “la tercera campanada”, por su inicio, en el que hace referencia a las tres campanadas con las que se llama a los fieles a la Misa. El texto sigue siendo sorprendente y maravillosamente actual. Parece incluso escrito más para esta época, que para entonces. “Toda una civilización se tambalea, impotente y sin resortes morales”, escribe. Publicamos, en serie, un extracto de ese texto clave:
Pero la humanidad actual, me diréis, no se presenta nada propicia para entender estos deseos de total dedicación a Dios. Efectivamente, el viento que corre, dentro y fuera de la Iglesia, parece muy ajeno a aceptar estos requerimientos divinos tan profundos. Personas alejadas de hecho de Jesucristo, porque carecen de fe, han ido fomentando un clima de renuncia a toda lucha, de concesiones en todos los frentes. Y así, cuando el mundo ha necesitado una fuerte medicina, no ha habido poder moral capaz de parar esta fiebre, esta organizada campaña de impudor y de violencia, que el marxismo explota tan hábilmente, para hundir aún más al hombre en la miseria.
Se escucha como un colosal non serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11, 16) son como tres fuerzas gigantescas que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda una civilización se tambalea, impotente y sin resortes morales.
No cargo las tintas, hijos míos, ni tengo gusto en dibujar malaventuras: basta abrir los ojos y, eso sí, no acostumbrarse al error y al pecado. Un lamentable modo de acostumbrarse ha ocasionado la petulancia de algunos eclesiásticos que –posiblemente para encubrir su esterilidad apostólica- llamaban signos de los tiempos a lo que, a veces, no era más que el fruto, en dimensiones universales, de esas concupiscencias personales. Con ese recurso, en lugar de imponerse el esfuerzo de averiguar la causa de los males para ofrecer el remedio más oportuno y luchar, prefieren claudicar estúpidamente: los signos de los tiempos componen la tapadera de este vergonzoso conformismo.
¿Qué medios emplearemos nosotros, cuando abunda tanta facilidad para desvariar? Hijos míos, inactivos no vamos a quedarnos. Equivaldría a desertar. El procedimiento primero se basa en la santidad individual. Es hora de exigencias en la conducta. Cada uno debe considerarse personalmente comprometido a responder con generosa fidelidad a la vocación recibida. No hemos de aflojar en el cumplimiento de nuestras Normas de piedad, si queremos aportar algún auxilio contra estos males. Hemos de luchar por guardar los sentidos, para que la presión de toda una sociedad cargada de erotismo no debilite la finura de vuestra vida casta.