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La muerte del infante Sancho Alfónsez y su ayo en la batalla de Uclés

Redacción




Torres medievales de Uclés, caput ordinis de Santiago. /Foto: palomatorrijos.blogspot.com.
Torres medievales de Uclés, caput ordinis de Santiago. /Foto: palomatorrijos.blogspot.com.

Enrique de Diego

El espléndido Cantar del Mío Cid no le hace justicia a Alfonso VI. Fue un gran señor. En 1085 hizo la proeza de superar la penúltima frontera natural, el Tajo, y conquistar Toledo. Aquello fue un tremendo golpe para un Al Andalus dividido en taifas.

Ocho siglos duró la reconquista porque siempre se luchó, en desigualdad numérica, contra todo el islam. Se contrataba a guerreros islamistas o se predicaba la guerra santa, que, siguiendo el precepto coránico, habitualmente era anual (para los que se han creído la monserga de la convivencia).

Tanto había sido el reto a los sarracenos con la toma de Toledo, que se desató un vendaval integrista: los almorávides. Cruzaron el Estrecho en gran número, con sus rostros velados del desierto, acabaron con las taifas y vencieron a Alfonso VI en la batalla de Zalaca o Sagrajas, en Extremadura. Eso sucedió en 1086. Luego se sucedieron las derrotas: en la batalla de Consuegra, 1097, en la que fue muerto el hijo del Cid. En 1102, los almorávides, integristas fanáticos, toman Valencia, echando bajo todo el esfuerzo bélico del Campeador. En 1102, Alfonso VI es de nuevo derrotado en la batalla de Salatrices, de la que tiene que salir huyendo con una pierna traspasada por una flecha.

Muerto el califa almorávide Yusuf ibn Tasufin, le sucedió su hijo Ali ibn Yusuf, que se mostró belicoso desde el inicio, atacando a los condados catalanes y luego iniciando la ofensiva contra Castilla, situando como su objetivo Uclés, auténtico espolón en la frontera. Aún no tenía esa ciudad las defensas imponentes de las que le dotó la gloriosa Caballería de Santiago o de la espada, los santiaguistas.

Aún reponiéndose de su herida, en 1108, Alfonso VI no está en condiciones de defender la frontera. En Toledo, como gobernador, está el Infante Sancho Alfónsez, fruto de los amores del rey con la princesa mora Zaida. Una historia para romancear. Era el único hijo varón, el heredero, proclamado desde su nacimiento, llamado a ser rey. Se le cita como “puer, regius filius, infans, regnum electus patrifacgtorum y Toletani imperatoris filius”. Debía de tener 13 años, diestro para montar, pero aún tierno para defenderse a espada.

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La realeza exige sacrificios y marcha por delante, sin preservarse. El Infante Sancho Alfónsez acude en socorro de los defensores de Uclés, curos arrabales ya han sido arrasados. Le acompaña su ayo, el conde de Nájera, García Ordóñez, el amigo del Cid, Álvar Fáñez, y otros siete condes, nobleza obliga, un quinto de la nobleza castellana formada por 27. El ayo es un segundo padre, y en muchos aspectos más que el padre, pues es el que educa, el que forma en lo militar, el que modela el carácter.

En la amanecida del 29 de mayo, los dos ejércitos se encuentran frente a frente al sudoeste de Uclés. Los sarracenos dudan si entablar combate, pero un musulmán ha abandonado el campamento cristiano y ha dado pelos y señales de la hueste de la Cruz. El centro cristiano, con la caballería pesada, es comandado por Álvar Fáñez; en uno de los flancos está el tierno Infante con su ayo. Será ese flanco el que se lleve la peor parte.

La batalla empieza bien para los cristianos, pues Álvar Fáñez ataca de manera exitosa con la caballería pesada al centro musulmán que se resquebraja y busca el apoyo de la retaguardia, pero entonces los flancos musulmanes, con su caballería ligera, rodean a los cristianos y los acuchillan.

En un momento de esa batalla, mientras la muerte se está cobrando un gran tributo, el infante se dirige al conde de Nájera:

  • ¡Ayo, ayo, mi caballo está herido!

El conde, consciente del peligro, le responde:

  • Calla, aguanta, no sea que te hieran a ti.

El caballo del Infante se derrumba arrastrando a su jinete. El ayo no se lo piensa. Echa pie a tierra y pone al todavía niño, al futuro rey, al futuro emperador, entre su escudo y su cuerpo para protegerle.

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Dice Don Rodrigo Ximénez de Rada  en Hechos de España que García Ordóñez era “muy buen caballero”, así que la desesperada defensa se prolonga con angustia interminable, provocando gran mortandad entre los muslimes que pretenden acabar con la vida del heredero de Castilla.

García Ordóñez es herido en una pierna, de forma que no puede tenerse en pie. En un último gesto de protección, el ayo cubre con su cuerpo en el suelo el del infante. Quiere servirle hasta el final y, en cualquier caso, morir antes que él.

Álvar Fáñez volverá con el grueso del ejército a Toledo. Los siete condes serán alcanzados por sus perseguidores sarracenos en un lugar llamado Sicuendes, del que hoy sólo queda la ruina de sus cimientos. Todos morirán en la escaramuza. En Belinchón, los mudéjares se sublevan y matan a la guarnición cristiana.

Después, de la batalla, se produce la escena macabra habitual: los mahometanos cortan todas las cabezas de los muertos y las apiñan. A lo alto de esos despojos humanos, sube el almuecín para llamar a la oración.

Nadie se atreve a comunicar al rey la muerte de su muy querido hijo. Alfonso VI morirá al año siguiente sin recuperarse de tan duro golpe.