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Simone de Beauvoir, barragana y proxeneta de Sartre

Redacción




Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, una extraña pareja. /Foto: therdlist.com.
Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, una extraña pareja. /Foto: therdlist.com.

Virginia Montes

Simone de Beauvoir es considerada la creadora del movimiento feminista y, por derecho propio, puede tenerse como su santa patrona. Sin embargo, en su vida privada fue de una incoherencia total, sometida a los caprichos y veleidades de Jean Paul Sartre, con el que formó una pareja extraña, fallida y estéril.

En 1949, Simone de Beauvoir publicó el primer manifiesto moderno del feminismo, Le deuxième sexe (El segundo sexo), cuyas primeras palabras son: “No se hace mujer, se llega a serlo”. Había conocido a Jean-Paul Sartre una veintena de años antes, cuando ella era una brillante alumna de filosofía, tres años más joven que Sartre. En el año 1929, en las oposiciones para la docencia, Sartre obtuvo el número uno y ella obtuvo la segunda mejor nota. Él provenía de una familia pudiente y había sido un niño único mimado; mientras ella había tenido una infancia difícil, pues su familia se había arruinado.

Sartre le dijo: “de ahora en adelante vas a estar bajo mi protección”. También le dejó claro, desde el comienzo, cómo iban a ser relaciones. Él quería “viajar, poligamia y transparencia”. Una relación abierta. Le explicó, filosóficamente, que para él existían el “amor necesario” y el “amor contingente”; ella sería “central” pero habría otras “periféricas”, por un tiempo máximo de dos años. Según escribió Sartre, “ella aceptó esa libertad y la mantuvo”.

En realidad, Simone de Beauvoir se convirtió en la esclava de Sartre desde el momento en que se conocieron y lo continuó siendo durante la mayor parte de su vida adulta. Ejerció el papel de amante, esposa sustituta, cocinera y apoderada, guardaespaldas y enfermera, sin llegar a tener nunca un estatuto financiero legal.

Sartre afirmaba querer “conquistar a una mujer como se conquista a un animal salvaje” pero “sólo para transformar su estado de naturaleza e igualarla al hombre”; un criterio que, desde luego, hubiera debido espantar a una feminista.

Antes de la guerra, cuando vivían juntos, Sartre le entregaba un anillo de casada. Durante la guerra, desempeñó un papel próximo al de esposa de Sartre: cocinó, cosió, limpió para él, controló sus finanzas. Tras la guerra, en la que Sartre no fue ni un resistente ni un colaboracionista, le llegó el éxito con su vaga y confusa filosofía del existencialismo, un individualismo activista, que era, en buena medida, una traducción adaptada de Heidegger. Y con el éxito, Sartre tuvo suficientes mujeres a su alcance y cesó la relación sexual con la “central”.

Como escribió John Weightman, “ella aceptó el papel de seudoesposa veterana y sexualmente retirada ante el panorama de un serrallo fluctuante”.

Sartre se hizo peligrosamente conocido como profesor por su tendencia a seducir a sus propias alumnas. Como escribió Robert Francis, uno de sus críticos, “Todos conocemos a Monsieur Sartre. Es un extraño profesor de filosofía especializado en el estudio de la ropa interior de sus alumnas”. Preocupada por no perder esa supuesta centralidad, y seguramente enamorada del feo Sartre, Simone de Beauvoir adoptó la posición del proxeneta, consiguiéndole alumnas de su Lyceo. Beauvoir, bisexual, mantuvo un romance con una alumna y fue acusada por la familia de la chica de secuestro. Consiguió parar esa acusación penal, pero perdió la licencia para enseñar en Francia.

La relación abierta se convirtió en un motivo de celos y sufrimiento para Beauvoir, que nunca terminó de aceptar a las amantes de Sartre. A una de ellas, la introdujo en una de sus novelas, L´Invitée, y la mató literariamente. Beauvoir sentía aversión por estas jóvenes mujeres –a medida que envejecía, Sartre las buscaba más jóvenes- porque consideraba que llevaban a Sartre a una vida de excesos sexuales, etílicos y de drogas.

A finales de los años cincuenta, Sartre tuvo cuatro amantes al mismo tiempo, Michelle, Arlette, Evelyne y Wanda. Las vacaciones se repartían: tres semanas con Arlette en la casa que ambos poseían en el sur de Francia; dos semanas con Wanda, normalmente en Italia; varias semanas en una isla griega con Hélène; y un mes con De Beauvoir, habitualmente en Roma. En París solía trasladarse entre los diferentes apartamentos que poseían sus mujeres.

Sartre y Beauvoir siguieron siendo una pareja pública y compartiendo las sucesivas líneas políticas: el comunismo, el maoísmo; pero había, en el terreno personal, mucho de hipocresía y de apariencia.

Sartre murió, tras una progresiva decadencia, el 15 de abril de 1980. Y ahí se desveló la última y gran traición: Arlette había sido adoptada legalmente en 1965 por Sartre, de modo que heredó todo, incluida la propiedad de su herencia literaria, y controló la publicación póstuma de sus escritos. He aquí que la central había sido eclipsada por completo por una de las periféricas.

Simone de Beauvoir le sobrevivió a Sartre cinco años. En su pequeño libro La ceremonia del adiós describió con brutalidad los últimos años de Sartre: su incontinencia, sus borracheras, la pérdida de la cordura. Un ajuste de cuentas postrero alimentado de una carga insondable de despecho.