
Editorial
No es precisa una reforma constitucional. Es necesaria otra Constitución. Sobre todo, es imprescindible otro modelo de Estado: la monarquía destruye España.
Gentes bienintencionadas, e incluso con sentimientos patrióticos, tienden a considerar a la realeza borbónica como el último reducto de la unidad nacional, a la que encarnaría por historia y por legitimidad constitucional. Perciben en ella, en medio de la agitación del presente, de las tendencias centrífugas separatistas, una referencia de estabilidad.
Es sólo un espejismo. Es la monarquía la que ha llevado a la nación hasta la situación actual. La monarquía ha tenido dos efectos demoledores que han ido corroyendo el tejido vital nacional: ha generado una casta de políticos, vitalicia y hereditaria, que ha depredado y expoliado y debilitado a las clases medias que eran el factor de estabilidad social y el humus de la movilidad, el mérito, el trabajo y la iniciativa. Ha impuesto al conjunto del sistema, inmovilista y privilegiado, la cesión como costumbre.
Para los que tienden a instalarse en la ignorancia, conviene recordar que la monarquía ya pretendió dar la independencia a Vascongadas en la Constitución, manteniendo un tenue pacto –tardomedieval- con la corona. Es decir, no cuestionando el puesto fijo vitalicio y los privilegios de la familia Borbón. El déficit de legitimidad –restringido a un plebiscito sobre la Constitución de 1978, sabiendo que un referéndum monarquía-república sería letal para la primera- unido a la condición antinatural de la monarquía –la idea absurda de que una familia encarna o representa a la nación, como si fuera herencia patrimonial- hace que la corona se vea obligada a ceder sistemáticamente, a repetir obviedades, a mantener una neutralidad que en lo referente a la unidad de España es simple y llana traición, y a engañar a los incautos con una falsa estabilidad que hace tiempo ha sido corroída en sus cimientos.
La República presidencialista, que respeta la igualdad de todos ante la Ley, en la que no hay impunidad para el elegido, pero que extrae su legitimidad del cuerpo electoral nacional, sin depender de ningún territorio, es la única que puede afrontar el reto secesionista. Con la monarquía, la batalla está perdida de antemano: todo es cesión, condescendencia y apaciguamiento; la retirada continua como táctica hiela el alma. Se debe abrir un período de libertad constituyente que conduzca a un referéndum con la disyuntiva clara entre monarquía y república.