Virginia Montes
Marine Le Pen reúne las condiciones, lo tiene todo para ser el nuevo icono feminista. Es la exitosa e incontestada dirigente de un partido, al que ha llevado a un lugar que se mueve entre la segunda y la primera posición, y que condiciona toda la política de Francia, una de las naciones más poderosas del mundo.
Si bien heredó ese partido, el Frente Nacional, de su padre, en las elecciones regionales lo llevó a la primera posición en la primera vuelta y actualmente encabeza las encuestas como candidata al Elyseo. ¿El hecho de que, por primera vez, una mujer pueda ser la presidenta de la República francesa no debería llevar al feminismo a cerrar filas y pedir a todas las mujeres franceses que voten a Marine Le Pen? Ese fue el argumentario –sinónimo de consigna para revestirla de la respetabilidad del argumento- abundantemente utilizado para favorecer a Hillary Clinton y, en caso de que no sea usado para apoyar a Marine Le Pen, debería ser explicado racionalmente.
Marine Le Pen también es una mujer moderna: divorciada, sin hijos, cohabita con una segunda relación no regularizada. En su vida privada, responde a canones feministas. ¿Cuál sería la razón para que el feminismo –que usa de manera tosca la vieja mentalidad colectivista marxiana para considerar a las mujeres como un colectivo- no se volcara con Marine Le Pen? ¿Quizás que el feminismo mutó a una ideología de izquierdas postmoderna que diferencia, a la postre, entre mujeres de primera (las que comulgan con la ortodoxia de la corrección política feminista) y mujeres de segunda? ¿O es que el feminismo considera que todas las mujeres han de ser de izquierdas y a la que no responda a ese imaginario se mueve en el terreno pantanoso de la traición?