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Una medida que favoreció mucho el mestizaje en América

Redacción




colon

Enrique de Diego

La celebración de la fiesta nacional el 12 de octubre -Día de la Hispanidad, según el brillante concepto de Ramiro de Maeztu– conmemoración de la arribada de Colón a América (por Américo Vespucio, personaje manifiestamente secundario), ha traído junto al orgullo general, la difusión por enésima vez de dos consignas mostrencas, que lindando con la falacia se quedan en el ámbito de la mera estulticia, y una de ellas entra de lleno dentro del campo de la calumnia.

La primera es que Colón no descubrió nada porque ya estaban allí los indios. Éste de indios es concepto genérico para entendernos, porque se trataba de tribus con frecuencia en conflicto y con dos grandes imperios, el azteca y el inca, bastante crueles, por cierto. Ninguna de esas tribus tenía una visión más amplia de su ámbito territorial limitado. Desconocían que habitaban en un continente. Hubo descubrimiento, porque los europeos desconocían la existencia de ese continente. Y para los indígenas fue también un descubrimiento de una realidad superadora.

Colón tuvo mucha de esa suerte que sonríe a los audaces. Iba a la búsqueda de una ruta más corta hacia Cipango y la ruta de la seda y se topó con un continente. Intentó vender su sueño y su entelequia a la Corte de Portugal, que entonces era la referencia en aventuras marineras, y fue rechaado. En España, contó con el apoyo de los franciscanos de la Rapita, con el problema dilatador de que los Reyes Católicos estaban en plena guerra por la conquista de Granada, con todos los recursos implicados, y con muchas reticencias de Fernando que no soportaba su soberbia y sus pretensiones, y de la Comisión, presidida por el gran fray Hernando de Talavera, jerónimo, confesor de Isabel, creada para analizar los planes colombinos, que los desaconsejó por temerarios. El proyecto era “vano e imposible” y “no convenía a tan grandes príncipes tomar parte en semejantes empresas y de tan poco fundamento”. Nadie sabía que en medio de la mar océana había todo un continente, ni tampoco Colón. La Comisión llevaba bastante razón: llegar a Cipango por la ruta de Colón era vano e imposible.

El franciscano fray Juan Pérez, el más entusiasta de los apoyos de Colón, escribió a la reina tocando su fibra sensible: se perderán muchas almas; era una oportunidad de evangelización. Isabel envió a Colón veinte mil maravedises para que comprara ropa y pudiera presentarse con decoro para la nueva audiencia. Tampoco fue bien, pues Fernando volvió a soliviantarse con las pretensiones de Colón sobre cuanto descubriese y conquistase, que era prácticamente ser un virrey autónomo, con una dependencia nominal. Fue despedido y marchó para embarcarse en Sevilla. Fue alcanzado por los mensajeros reales. Gentes de la Corte, como Alonso de Quintanilla, el pudiente banquero de Medina del Campo, hicieron ver que se trataba de una inversión pequeña.

El 17 de abril de 1492 se firmaron las Capitulaciones de Santa Fe, aceptando las condiciones colombinas. Los reyes aportaron un millón cuatrocientos mil maravedises facilitados por las arcas de la Hermandad General, merced a los buenos oficios de Alonso de Quintanilla. Dos conversos, el aragonés Luis de Santángel y Gabriel Sánchez aportaron trescientos cincuenta mil maravedises; los hebreos ayudaban a descubrir un nuevo mundo, mientras eran expulsados del viejo. Colón contribuyó con doscientos cincuenta mil que recibió prestados de banqueros italianos mezclados con el comercio de esclavos. Eso le convertiría en un buen navegante, pero en un pésimo administrador y en un esclavista, lo que trajo muchos problemas hasta llevar a su encarcelamiento.

El 3 de agosto de1492 el pueblo de Palos salió a despedir a aquella expedición de aventureros llegados desde todos los puntos del reino. Difícil había sido vencer la resistencia del concejo a prestarse a tal quimera, hasta que no mediaron los buenos oficios de Martín Alonso Pinzón, y su extensa familia de marineros, cuya opinión era bien tenida en cuenta en estos asuntos. Se habían sumado Juan de la Cosa, propietario de la nao Santa María; la flota se completaba con La Pinta de Cristóbal Quintero y La Niña de Juan Niño.

Los objetivos originarios eran dos: la evangelización y la búsqueda de una ruta más corta hacia el comercio de las especies. Nunca hubo una pretensión genocida, ni al inicio ni en ninguna de las etapas de la ulterior conquista. En materia de genocidio racial, Adolf Hitler es la más clara autoridad y en Mein Kampf hace una feroz crítica a España en la conquista de América por haberse dedicado al mestizaje.

En la prolongada etapa de búsqueda de documentación para mi novela “El último rabino”, me sorprendió dar con suscinta referencia a una medida ordenada por Isabel la Católica que favoreció sobremanera el mestizaje (que es lo contrario al genocidio). Nadie la ha dado importancia, porque, a veces, las cosas sencillas pasan desapercibidas. Tan fuerte era la motivación religiosa y evangelizadora que las naos colombinas llevaban en su velamen la cruz paté templaria, como si fueran a una Cruzada.

Esa medida, que los historiadores no han valorado, es que Isabel ordenó que puesto que la misión era llegar a tierra de paganos para procurar la salvación de sus almas, los marineros no debían desatar su lujuria en la navegación, pues tal clima de pecado atraería el fracaso de la expedición y desvirtuaría el clima piadoso que debía presidir tan alta empresa. Se prohibió, por tanto, que viajaran prostitutas, como era frecuente.

Los españoles llegaron sin mujeres y esa sería una constante en la conquista. No iban mujeres españolas con los conquistadores. Las tribus entregaban esclavas y a sus hijas a los españoles, a veces con la pretensión de crear una nueva raza. A la vista de la superioridad militar de los españoles. En Tabasco, a Hernán Cortés se le entregaron 20 mujeres. Antes de mantener relaciones sexuales, debían ser bautizadas, lo que llevaba a exigencias de la tropa para que los frailes no se demoraran en la catequesis. Esas 20 mujeres fueron aceptadas, cambiados sus nombres y bautizadas. Una de ellas fue La Malinche, con la que Hernán Cortés tuvo un hijo, Martín Cortés. Hay que recordar que al lado de Cortés combatieron 1.300 guerreros de Cempoala y 3.000 de Tlaxcala. Los que sí eran duchos en genocidios eran los aztecas y los incas que exterminaron a tribus precedentes.

La mayor mortandad de indígenas fue provocada por la viruela, ante la que no tenían defensas. A cambio, los españoles contrajeron una enfermedad desconocida: la sífilis.

Daría para una novela las peripecias, ulteriores, de las tres hijas, tenidas con una india, de un conquistador segoviano en el Perú, que estableció en su nostálgico testamento que fueran a visitar Segovia.

Nunca estuvo en la mente de los españoles nada ni lejanamente parecido a un genocidio, que es la extinción de una raza; por el contrario, se mestizaron desde el principio. Salvo el precedente de Alejandro Magno en Persia, nadie lo ha hecho.