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Comunismo: Los groseros errores de partida

Redacción




Un policía de la Alemania oriental salta el Muro. /Foto: planetacurioso.com.
Un policía de la Alemania oriental salta el Muro. /Foto: planetacurioso.com.

Enrique de Diego

Cuando, en 1989, se derrumbó el Muro de Berlín consideré que nunca más tendría que escribir sobre el comunismo, puesto que su fracaso había sido manifiesto: se vino abajo sin estrépito por consunción interna. Me equivoqué.

Si bien percibí que la permanente ocultación en los medios pero, sobre todo en las escuelas, de ese fracaso, de sus causas y de todo el sufrimiento y los crímenes que había provocado hurtaría a las nuevas generaciones el conocimiento de la realidad y podría mantener hibernado el virus utópico del comunismo, entendía que la evidencia había sido tan clamorosa que cualquiera, con un mínimo de esfuerzo y responsabilidad, podía tomar conciencia cabal. Si bien el comunismo se mantiene se mantiene en algunas naciones ermitañas, como Corea del Norte y Cuba, con dinastías tiránicas que hambrean a la población, y ha desaparecido de prácticamente toda Europa, y especialmente de la del Este, que sufrió la experiencia, mutó a través del chavismo en Venezuela a eso del “socialismo del siglo XXI”, prendiendo, a golpe de talonario del petróleo nacionalizado, en diversas naciones sudamericanas y cepas de ese virus parece estar reproduciéndose en España. A través de mi twitter Enrique_deDiego percibo una ignorancia enervante sobre el comunismo y no pocos jóvenes encantados de declararse marxistas y de recuperar cierto purismo de la pesadilla marxista. Considero, por tanto, fundamental retornar a la pedagogía que creí sinceramente innecesaria.

El fracaso práctico o en la praxis del comunismo debería ser tenido por definitivo para la idea, pero parece preciso recordar de nuevo que ese desmoronamiento fue a consecuencia de los errores groseros de base. Comunismo y socialismo fueron en origen sinónimos, aunque luego hemos ido entendiendo socialismo como fracciones socialdemócratas –tuvieron su inicio en la evolución del SPD alemán, en el Congreso de Bad Godesberg-, con la excepción inglesa fabiana, cuyo marxismo fue atemperado por líneas sindicalistas y cristianas.

El comunismo, en síntesis, es la eliminación de la propiedad privada como causa de la explotación del hombre por el hombre, mediante la plusvalía, y la socialización o nacionalización de los bienes de producción para ir a la sociedad sin clases. Este último estadio de la sociedad sin clases nunca fue definida por Marx, como un remedo del paraíso, y los jóvenes comunistas suelen aducir que nunca se ha producido por errores personales. Lejos de ello, los errores más perniciosos están en la propia ideología. Al nacionalizar los bienes de producción –empresas, comercios, tierras- se eliminan el mercado y se suspende la ley de la oferta y la demanda. No existe posibilidad de calcular precios. Esa crítica fue brillantemente razonada por Ludwig von Mises. Si bien los comunistas indicaron que al nacionalizar los bienes pasaban a los trabajadores, en realidad pasaban a la dirección de los burócratas, de los propios comunistas, que establecían objetivos a través de Planes Quinquenales. Las personas, libremente, adquieren tal o cual producto, por sus intereses personales o por cuestiones caprichosas si se quiere. El precio de las productos se establece por la demanda que tienen, pero si han de seguirse las directrices de los burócratas, esos productos pueden ser más caros de producirse que el precio fijado, por ejemplo. La consecuencia es que los burócratas se concentran en unos pocos productos de baja calidad, que imponen. Se produce la carestía.

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Como ya estableció con sensatez Aristóteles en su Política, “lo que es de todos nadie lo cuida”. Que al nacionalizar una empresa o todo un sector pase a ser de todos es, desde luego, una mera cuestión retórica, pero en cualquier caso no existe incentivo para cuidarlo, ni para innovar, ni para satisfacer la demanda de unos consumidores que han quedado atrapados y que son meros números de una estadística. La maquinaria queda obsoleta, para renovarla ha de pasarse por numerosos trámites burocráticos. Todo se deteriora, se viene abajo, sin que nadie tenga interés real en que funcione correctamente.

El caos burocrático que se generó en la URSS fue de tal calibre que no se da ninguna credibilidad a las estadísticas oficiales de aquella época, porque los burócratas tendían a falsear sus cifras para indicar a su jerarquía que los objetivos del Plan Quinquenal no sólo se habían cumplido sino que habían sido superados. El premier Breznev era el primer incrédulo. Afirmaba que los encargados de las estadísticas eran capaces de “convertir la mierda en balas”.

El gran error de la plusvalía

Todo este cúmulo de errores parte de otro teórico previo: la plusvalía. Marx consideraba que el capitalista concentraba riqueza por el beneficio que obtenía del trabajo de cada proletario, de modo que éste era empobrecido, mientras el capitalista era cada vez más rico. Pero ello implica la consideración de que el trabajo y el producto tienen un valor objetivo, fijo, del que se extrae una ganancia. Este error es muy frecuente en conceptos como salario justo. En realidad, los productos tienen siempre un valor subjetivo: dependen de lo que la gente esté dispuesto a pagar por ellos.

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Eliminando la propiedad privada de suprimir la libertad personal hasta su último reducto. La propiedad es la proyección y el fundamento de la libertad. Si todo es del Estado, de los burócratas, de los bolcheviques, de los comunistas, no hay posibilidad de mantener ni un ápice de autonomía personal; no existe ningún derecho puesto que no hay ámbito de resistencia. Lenin ya ordenó desde el inicio de la revolución de octubre de 1917 “fusilar a uno de cada diez ociosos”, entendiendo por tal a cualquier opositor.

No deja de ser tan curioso como enervante que en la España actual sea conveniente recordar estas verdades sencillas, puesto que el socialismo o comunismo ha sido el experimento de ingeniería social que se ha puesto en práctica en más sociedades, durante más tiempo y sobre los mayores niveles de población y siempre ha sido un fracaso. No por errores personales, ni por meras perversiones de sus ejecutantes, y nunca mejor dicho, sino por la mentira intrínseca, por los groseros errores intelectuales de partida.