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La sociedad dual (3)

Redacción




Palacio de La Moncloa. / Foto: teinteresa.com.
Palacio de La Moncloa. / Foto: teinteresa.com.

Redacción

Extracto del capítulo «La sociedad dual» del libro «Privatizar las mentes«, de Enrique de Diego, publicado en 1996.

Además, el intervencionismo moderado tiene gradualmente las mismas dificultades para responder a los retos de la realidad que el totalitario. Los sistemas estatales son incapaces de calcular precios y costes. Por ejemplo, en España salen cada año al mercado laboral un número más que excesivo de titulados universitarios, para poder mantener entre otras cosas el sistema estatal de enseñanza. Desde su punto de vista el Estado ha cumplido su misión. Como corresponde a su justificación moralista lo ha hecho aparentemente en unos términos irreprochables: ha situado a un número elevado de sus ciudadanos en –supuestamente- un elevado nivel de cultura y con una mejor preparación técnica. En términos reales lo que ha hecho ha sido un sobredimensionamiento de la oferta laboral sin tener para nada en cuenta las necesidades del mercado. Puede justificarse también con el argumento real de que esa sobredimensión se debe a decisiones libres. Incluso desde la mentalidad más socialdemócrata, es fácil darse cuenta de que las condiciones de trabajo para esa multitud de titulados se deteriorarán inevitablemente. La masificación combate la excelencia. Sólo una exigua minoría está en condiciones de hacer valer su competencia y obtener un contrato de trabajo, o al menos una retribución adecuada.

La inmensa mayoría acudirá necesariamente en una situación precaria. Es posible que la totalidad, salvo los que puedan ser contratados en empresas familiares. El Estado de bienestar ha cerrado el mercado laboral a los jóvenes, y eso –en referencia a los sindicatos- no se modifica con voluntarismo. Tenemos, por tanto, un nuevo sector en conflicto: los jóvenes frente a los instalados, las nomenklaturas e incluso los pensionistas. La misma solidaridad entre las generaciones se pone en cuestión porque el Estado redistribuidor quita a unos para dar a otros, y es por tanto responsable de las injusticias sociales o mejor individuales. Esa sobredimensión de la oferta daña a los derechos adquiridos de las generaciones instaladas, porque el siguiente paso ineludiblemente es la expulsión por las empresas de sus trabajadores de más años –aunque momentáneamente ello represente un coste más elevado- a la vista de las multitudes que llaman a las puertas de la empresa dispuestas “a hacer algo”. Los sindicatos se mienten a sí mismos cuando protestan contra el contrato de aprendizaje porque la realidad ha ido mucho más allá. Los viejos sistemas de prácticas en las empresas han sido sustituidos por eufemismos diversos que responde a la misma realidad: masters, cursos de perfeccionamiento, etc. Como paradoja, puede decirse que donde antes se cobraba ahora se paga. Es decir, el alumno en prácticas no cobra sino que aporta dinero a la empresa. El mismo Estado subvenciona este tipo de fórmulas y ofrece mano de obra barata y subvencionada. Las empresas con un número elevado de trabajadores fijos está probablemente, en esta mezcla de intervencionismo y de socialismo salvaje, abocada al cierre, máxime si se tiene en cuenta que el reflejo sindical conduce a la posición numantina y maximalista de jugar al todo o al nada.

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El equilibrio apuntado por Gary Becker parece cada vez más difícil. El Estado idea efectivamente fórmulas curiosas como cobrar impuestos a los parados, cuando se supone que esas retenciones han de volver a los parados mismos. Mantiene, sin embargo, una de las ficciones consustanciales al intervencionismo: cree que recauda más cuando lo que entra por un lado de la caja sale por el otro. En la dinámica actual del Estado de bienestar lo que sucede inevitablemente es que cada vez más personas salen de la legalidad y, por tanto, cada vez menos personas cotizan en sentido pleno. Lógicamente se favorece la existencia creciente de personas que cobran del Presupuesto y que complementan o ganan otro sueldo con su actividad privada. Las empresas de las “economías sumergidas” son más competitivas que las empresas “legales” al evitarse los costes sociales, que recaen sobre las otras. Al tiempo deben recurrir a la creación de instituciones extralegales, con lo que a medio plazo habrá que hablar más de “sociedad sumergida” que de “economía sumergida”.

El equilibrio se rompe por todos lados, sin que el conservadurismo instintivo creado en las mentes por el estatismo pueda resistirse a la evolución, que adquiere visos de una universal autorregulación, de una consunción galopante del Estado de bienestar, a pesar de cualquier intento político por su mantenimiento. El mismo envejecimiento de la población, el mismo avance de la medicina que ha permitido una mayor esperanza de vida y la existencia de un porcentaje destacable de población en la “cuarta edad” –por encima de los ochenta años- empeora las posibilidades de los bienintencionados estatistas. Ese envejecimiento eleva los gastos del sistema estatal de pensiones y del sistema sanitario. En una nueva ironía, curiosamente los partidos socialdemócratas se han situado en la vanguardia de la defensa de la eutanasia, como una demostración más de que la fórmula produce violencia.