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La sociedad dual (2)

Redacción




La media España que produce no puede sostener a la otra media. /Foto: gestofacil.com.
La media España que produce no puede sostener a la otra media. /Foto: gestofacil.com.

Redacción

Continuamos la publicación de capítulo «La sociedad dual» del libro «Privatizar las mentes«, de Enrique de Diego, publicado en  1996:

El Estado del bienestar no está en un estadio intermedio de su evolución sino que ha llegado a la culminación de su contradicción interna. En un ejercicio teórico, el Premio Nobel de Economía, Gary Becker consideraba que podía haber una situación óptima de equilibrio en la que superados los límites del Estado tutor éste fuera reconducido para poder expandirse posteriormente de nuevo, en una especie de big bang social permanente. El análisis es dudoso, aparte de que lo deseable sea una sociedad con principios de solidaridad natural a la que nos conduce inexorablemente el paso de los días. Parece claro que el término medio es difícil en un mundo interrelacionado salvo que se apostara por una radical marcha atrás, pero las experiencias totalitarias están muy cercanas y sus efectos han sido suficientemente catastróficos como para pensar que la evolución podría regresar por una línea que imposibilitaría el mantenimiento de los actuales niveles de población mundial.
En la sociedad dual en la que vivimos en España el mantenimiento de ese Estado se hace inviable, independientemente del voluntarismo de sus defensores. La mitad sobre la que debe actuar el Estado para que sobreviva la otra media puede satisfacer cada vez menos esa voracidad fiscal. Suceden inevitablemente dos cosas: esa mitad se empobrece o se sale del marco legal. En ambos casos, la recaudación disminuye o se estanca. El Estado intenta entonces recaudar más subiendo los impuestos –esa es la lógica de la subidas en el IRPF decretadas por el ‘liberal’ Carlos Solchaga-. Tampoco el Estado recauda más. La espiral resulta diabólica. O bien se incrementan indefinidamente los impuestos hasta que por esa vía se consigue la dictadura fiscal y la nacionalización de todos los bienes, con lo que nadie puede aportar nada para mantener a los demás y, por tanto, sólo queda ir consumiendo los recursos naturales –el viejo terror malthusiano llevado a la praxis por los discípulos de su detractor Marx– o bien se producen moderadas liberalizaciones para permitir que se reproduzca la mitad productiva y pueda entonces volver a aplicarse la política expoliadora. Desde el punto de vista ético, esa fórmula obliga a lanzar a la marginalidad en ese lado intermedio a parte de los dependientes del Estado, y también a la existencia de fórmulas mixtas de doble imposición en la que la mitad productiva mantiene a la Seguridad Social al tiempo que suscribe un seguro privado, a la enseñanza estatal al tiempo que se sacrifica para llevar a sus hijos a un colegio privado.
Este big bang entre el imprescindible liberalismo y el voraz intervencionismo no crea paz social sino que incrementa las tensiones. La sima entre la España que produce y la España que cobra se agranda. Ello conlleva un permanente estado de agravio regional y una inflación de demandas nacionalistas. Es difícil pensar que el intervencionismo no termine haciendo inviable la convivencia nacional. Produce también enfrentamientos sociales: sector privado contra sector público, profesionales contra funcionarios. La fórmula estatista que se ha presentado como un instrumento político de paz social al justificarse por una hipotética redistribución de la renta conduce a una situación de crispación y de violencia.
En cuanto al sector privado ese supuesto equilibrio lleva a que una parte se sitúe al margen de la ley. Es quEl Estado del bienestar no está en un estadio intermedio de su evolución sino que ha llegado a la culminación de su contradicción interna. En un ejercicio teórico, el Premio Nobel de Economía, Gary Becker consideraba que podía haber una situación óptima de equilibrio en la que superados los límites del Estado tutor éste fuera reconducido para poder expandirse posteriormente de nuevo, en una especie de big bang social permanente. El análisis es dudoso, aparte de que lo deseable sea una sociedad con principios de solidaridad natural a la que nos conduce inexorablemente el paso de los días. Parece claro que el término medio es difícil en un mundo interrelacionado salvo que se apostara por una radical marcha atrás, pero las experiencias totalitarias están muy cercanas y sus efectos han sido suficientemente catastróficos como para pensar que la evolución podría regresar por una línea que imposibilitaría el mantenimiento de los actuales niveles de población mundial.
En la sociedad dual en la que vivimos en España el mantenimiento de ese Estado se hace inviable, independientemente del voluntarismo de sus defensores. La mitad sobre la que debe actuar el Estado para que sobreviva la otra media puede satisfacer cada vez menos esa voracidad fiscal. Suceden inevitablemente dos cosas: esa mitad se empobrece o se sale del marco legal. En ambos casos, la recaudación disminuye o se estanca. El Estado intenta entonces recaudar más subiendo los impuestos –esa es la lógica de la subidas en el IRPF decretadas por el ‘liberal’ Carlos Solchaga-. Tampoco el Estado recauda más. La espiral resulta diabólica. O bien se incrementan indefinidamente los impuestos hasta que por esa vía se consigue la dictadura fiscal y la nacionalización de todos los bienes, con lo que nadie puede aportar nada para mantener a los demás y, por tanto, sólo queda ir consumiendo los recursos naturales –el viejo terror malthusiano llevado a la praxis por los discípulos de su detractor Marx– o bien se producen moderadas liberalizaciones para permitir que se reproduzca la mitad productiva y pueda entonces volver a aplicarse la política expoliadora. Desde el punto de vista ético, esa fórmula obliga a lanzar a la marginalidad en ese lado intermedio a parte de los dependientes del Estado, y también a la existencia de fórmulas mixtas de doble imposición en la que la mitad productiva mantiene a la Seguridad Social al tiempo que suscribe un seguro privado, a la enseñanza estatal al tiempo que se sacrifica para llevar a sus hijos a un colegio privado.

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Este big bang entre el imprescindible liberalismo y el voraz intervencionismo no crea paz social sino que incrementa las tensiones. La sima entre la España que produce y la España que cobra se agranda. Ello conlleva un permanente estado de agravio regional y una inflación de demandas nacionalistas. Es difícil pensar que el intervencionismo no termine haciendo inviable la convivencia nacional. Produce también enfrentamientos sociales: sector privado contra sector público, profesionales contra funcionarios. La fórmula estatista que se ha presentado como un instrumento político de paz social al justificarse por una hipotética redistribución de la renta conduce a una situación de crispación y de violencia.
En cuanto al sector privado ese supuesto equilibrio lleva a que una parte se sitúe al margen de la ley. Es quizás preciso recordar que el primer logro o el fundamental de las sociedades abiertas fue el Estado de Derecho, la existencia de un marco legal igual para todos; el principios de igualdad ante la Ley que establecía contrapoderes a la arbitrariedad del soberano, encarnación del Estado absoluto. La economía sumergida es impropia de las sociedades abiertas y pertenece al mundo precapitalista. Al moverse al margen de la Ley con el consentimiento tácito del poder que se cuida de no dirigir hacia ella sus inspecciones ha de crear necesariamente su propia legalidad. La fórmula gremial establecía el cumplimiento de los pactos por el riesgo de boicot del sector. La consecuencia natural de la economía sumergida es el establecimiento de instituciones especiales espontáneas que con el devenir degenerarán en mafias. También en las empresas, el Estado de bienestar, como fórmula burocratizada, crea marginación. El empresario de la economía sumergida tiene problemas de morosidad como cualquier otro empresario, y el trabajador tiene unas retribuciones establecidas por sus horas de trabajo. Una de las fórmulas de exigir en ambos casos los compromisos adquiridos es la violencia. En las mismas empresas ‘legales’ normalmente una parte está dentro de la legalidad y la otra es equiparable a la de la economía sumergida.
Es preciso recordar que el primer logro o el fundamental de las sociedades abiertas fue el Estado de Derecho, la existencia de un marco legal igual para todos; el principios de igualdad ante la Ley que establecía contrapoderes a la arbitrariedad del soberano, encarnación del Estado absoluto. La economía sumergida es impropia de las sociedades abiertas y pertenece al mundo precapitalista. Al moverse al margen de la Ley con el consentimiento tácito del poder que se cuida de no dirigir hacia ella sus inspecciones ha de crear necesariamente su propia legalidad. La fórmula gremial establecía el cumplimiento de los pactos por el riesgo de boicot del sector. La consecuencia natural de la economía sumergida es el establecimiento de instituciones especiales espontáneas que con el devenir degenerarán en mafias. También en las empresas, el Estado de bienestar, como fórmula burocratizada, crea marginación. El empresario de la economía sumergida tiene problemas de morosidad como cualquier otro empresario, y el trabajador tiene unas retribuciones establecidas por sus horas de trabajo. Una de las fórmulas de exigir en ambos casos los compromisos adquiridos es la violencia. En las mismas empresas ‘legales’ normalmente una parte está dentro de la legalidad y la otra es equiparable a la de la economía sumergida.