Miguel Sempere
En el mes de julio, un racista negro, exmiembro de las Fuerzas Armadas estadounidenses, en un ambiente cargado de emotividad racial, mató en Dallas (Texas) a cinco policías blancos. Tras una hora de diálogo con el francotirador atrincherado, en el que repetía su voluntad de matar a más gente blanca, preferentemente a policías blancos, fue muerto por un robot-bomba. Los responsables policiales justificaron su uso para preservar las vidas humanas de los agentes.
Nadie sabía que la Policía de Dallas estaba dotada de robots. The New York Times publicó un inquietante editorial: “tengan ustedes cuidado con lo que viene”; el periódico pidió que los departamentos policiales informaran cuanto antes sobre las capacidades, beneficios y riesgos del uso de robots, con “consecuencias potencialmente alarmantes”.
Ya nos hemos acostumbrado a la guerra de los drones, en la que quien los dirige desde Estados Unidos aniquila enemigos en Siria, Irak o Afganistán.
Un riesgo nada difícil de imaginar es la futura existencia de ejércitos de robots en manos de los Estados o ejércitos privados a las órdenes de megacorporaciones o personas altamente adineradas. La concentración de poder y dinero en las últimas décadas ha sido alarmante. El 2% de la población estadounidense concentra tanta riqueza como el 98% restante. La robótica propicia, precisamente, una mayor concentración de poder económico, en la medida en que es una inmediata amenaza superior para los menos cualificados. ¿No es ese el caldo de cultivo para tiranías aún superiores a las vistas en el pasado? ¿No estamos yendo, inconscientemente, hacia un mundo en el que la tentación del abuso de poder, a través de las máquinas, aumente exponencialmente en posibilidades y eficacia? ¿No estamos ante la posibilidad futura de que se pueda producir el exterminio de buena parte de la Humanidad con frialdad tecnológica?
En vez de un supuesto avance, ¿no podremos asistir a la regresión a formas terribles de feudalismo robótico?