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Periodismo lacayo, lo islámicamente correcto y la ocultación de las víctimas

Redacción




Ocultar el componente musulmán y ocultar a las víctimas. /Foto: 20minutos.es
Ocultar el componente musulmán y ocultar a las víctimas. /Foto: 20minutos.es

Miguel Sempere

Hay un punto en el que las paralelas del periodismo lacayo de izquierdas y de derechas se juntan: en lo islámicamente correcto. Hay confluyen, miméticamente, Francisco Marhuenda e Ignacio Escolar, Jaime González y Carmelo Encinas. De hecho, confluye todo el periodismo europeo, en una general confabulación de desarme moral.

Por supuesto, puesto que se trata de una ingeniería social en la que están comprometidos conservadores y socialistas, la semántica es importante.

Primero norma: Nunca se dice que el asesino es musulmán. Es fundamental no establecer ligazón alguna con la religión islámica. Por eso se incide en la cuestión previa, accidental pero inteligible, de si es tunecino o francés, o francés de origen tunecino, o tunecino con permiso de residencia.

Luego, la condición de musulmán queda diluida en el genérico terrorista o, si no queda más remedio, en el de yihadista.

Hay en la masacre de Niza, en cuanto al autor, muchos paralelismos con el asesino de la masacre de Orlando, allí se hicieron esfuerzos ímprobos y muy férreos de situar la masacre como una matanza homófoba; en el caso de Niza, al parecer la policía investiga el porqué, como si no fuera evidente.

Segunda norma: Siempre es preciso encontrar un subterfugio que vele la manifiesta motivación islámica, de fanatismo musulmán. El asesino de Orlando, homófobo, se había enfadado –se repitió hasta la saciedad- viendo besarse a dos varones. El de Niza era poco religioso, le gustaban las mujeres –no sé qué han querido decir con esto- y la salsa. Ambos eran violentos y agredían a sus mujeres –lo que El Corán no prohíbe, sino que recomienda-, ambos tenían problemas mentales y procesos depresivos. Ya tenemos un cuadro identificable que lo mismo sirve para un musulmán que para cualquier otro tipo de fanático ignoto. Pero un pringao depresivo budista o sintoísta o jarizí no coge un tráiler frigorífico y mata indiscriminadamente, ni lo lanza contra un tío vivo para matar al mayor número de niños, eso sólo lo hacen y lo están haciendo musulmanes y la mucha o poco práctica religiosa no es tan relevante como se piensa, pues el ser sahid –mártir-asesino- lleva directamente al cielo, haya sido la que haya sido su vida anterior.

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Tercera norma: Ocultar a las víctimas. El protagonismo se concede al verdugo, al asesino, promoviendo así el mimetismo, la emulación y la fascinación. Se hurta el dramatismo de la tragedia, los cadáveres, para preservar –se nos dice- la dignidad de las víctimas, para evitar el sufrimiento añadido de las familias y, seguramente, para que la indignación no alimente a la extrema derecha. Vale. Pero se nos hurtan incluso los nombres, sus ilusiones truncadas, sus vivencias, sus esperanzas; se deshumaniza a las personas en un balance de víctimas, en una estadística.

Ha habido gestos de heroísmo, altamente noticiables. En los vídeos, se ve a un hombre en una moto –previsiblemente, un policía- perseguir al camión e intentar encaramarse a la cabina, luego cae y es arrollado por una rueda. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué no se le destaca? ¿Por qué no se pone cara a los niños y a sus padres?

Cuarta norma: La masacre se convierte en un ejercicio de propaganda de los dirigentes, que no reciben una sola crítica, pues la reclamación persistente de unidad es una argucia para respaldar a quienes no son capaces de defender a la sociedad con su inoperancia. Los periodistas lacayos hacen coro. Por supuesto, ningún debate de fondo, ninguna reflexión sobre el islamismo, pues a estas alturas la masacre ha tenido el tratamiento informativo de un suceso. Los consabidos especialistas que reiteran la necesidad de una mayor coordinación y de más medios.

Y así, masacre tras masacre, lo islámicamente correcto impone su dictadura de la manipulación, el silencio y el miedo, desarmando a la sociedad.